jueves, 13 de octubre de 2016

After Todo por ti Cap 9



Cierro la puerta del apartamento al salir y casi me doy de bruces contra otra persona en el pasillo.

Con la capucha, no lo reconozco. Lleva un abrigo negro y pantalones grises de nailon contra el
viento. Me saluda con un gesto cortés de la cabeza y se quita la capucha. En nuestro edificio hay unos
veinte apartamentos, y he visto a casi todas las parejas y las personas que viven aquí, pero no a este
chico. Puede que acabe de mudarse.


—¡Perdona! Lo siento —digo apartándome de su camino.


Su única contestación es un gruñido.


Echo a correr al llegar a la esquina del edificio. Espero a que vuelva a dolerme la rodilla, que me
duele, pero es soportable. Es un dolor que no implica daños mayores, sordo, nada que ver con la
punzada aguda de antes.


Cojo velocidad. Mis Nike golpean la acera sin apenas hacer ruido. Recuerdo cuando empecé a
correr y me ardían las piernas y sentía que el pecho me iba a explotar. Me obligué a seguir.


Necesitaba estar sano, y ahora lo estoy. No me refiero a estar sano como las mamás que empujan un
cochecito de bebé por Brooklyn y desayunan batidos de germinados de trigo y a la hora de comer les
dan a sus bebés papillas de kale y quinoa, sino sano en cuanto a llevar un estilo de vida activo.

Suelo tener la mente en blanco cuando corro, aunque a veces pienso en mi mamá y en el bebé, en
Pau y Pedro, o le doy vueltas a cómo es posible que los Blackhwaks de Chicago derrotaran a los
Red Wings de Detroit. Hoy tengo muchas cosas en la cabeza.

Primero: el comportamiento de Dakota. Dejó de hablarme cuando rompió conmigo y ahora actúa
como si fuéramos a vernos a diario. Estaba muy enfadada por la audición y desearía poder hacer
algo al respecto. No puedo ir a una de las academias de ballet más prestigiosas del país, llamar a la
puerta y acusarlos de racistas sin tener pruebas. Sobre todo con lo loco que está el país en este
momento. Lo último que quiero es que, por mi culpa, reciba demasiada atención negativa mientras
intenta hacer carrera en esta ciudad.

Las cosas con las que solía ayudarla eran otras. En lo que a su carrera respecta, no hay nada que
yo pueda hacer. Los obstáculos a los que acostumbrábamos a enfrentarnos juntos quedan ya muy
lejos, son una parte de nuestro pasado. Entonces nuestros problemas parecían más graves, más
apremiantes. No sé qué hacer con las cuestiones prácticas, los problemas del día a día, como las
decisiones académicas y profesionales.

Es una de las pocas ocasiones en las que me gustaría ser como Pedro durante una hora. Me
plantaría en la academia, echaría la puerta abajo y exigiría justicia para Dakota. Los convencería de
que es la mejor bailarina que tienen, de que, aunque como ella dice, aún no es una bailarina
propiamente dicha, les es indispensable. La mejor.


El ballet es para Dakota como el hockey para mí, aunque multiplicado por diez, porque ella baila
y yo no juego. En mi colegio no había equipo de hockey y, cuando mi madre me apuntó a las clases
del polideportivo local, pasé las peores dos horas de mi vida. Descubrí rápidamente que era un
deporte que me encantaba ver pero al que nunca podría jugar.

Dakota lleva bailando desde niña.
Empezó con el hip-hop, luego jazz, y después ballet clásico durante toda la adolescencia. Aunque
parezca increíble, empezar con el clásico de adolescente es una desventaja enorme, y en algunos
círculos consideran que es demasiado tarde. Pero Dakota les demostró lo contrario en su primera
audición en la Escuela de Ballet Americano. Mi madre le envió el dinero para que pudiera ir a la
audición como regalo de cumpleaños. Ella lloró de agradecimiento y le prometió que haría todo lo
posible por devolverle su generosidad algún día.


Mi madre no quería que le devolviera nada. Quería ver a la encantadora vecina de al lado superar
sus circunstancias y llegar muy lejos. El día que supo que la admitían, vino corriendo a casa con la
carta en la mano. Gritaba y saltaba, y tuve que cogerla y colocar su pequeño cuerpo cabeza abajo para
que se quedara quieta. Estaba en éxtasis, y yo estaba muy orgulloso de ella. Su escuela no es tan
famosa como Joffrey, pero es una academia excepcional, y anda que no estoy poco orgulloso de
ella...

Lo único que quiero es que sea feliz y que se reconozca su talento. Quiero arreglarlo por ella,
pero escapa a mi control. Por frustrante que sea, no se me ocurre una solución realista al problema.

Debería haberle preguntado qué más ha ocurrido, debe de haber más...


Lo dejo para más tarde y pienso en Nora. Tiene más cara de Nora que de Sophia y, por suerte, no
soy tan terrible con los nombres como Ṕedro. Insiste en llamar Delilah a Dakota, incluso a la cara.


Basta de pensar en el amargado de Pedri.
Pedri.

Me da la risa. Voy a llamarlo así la próxima vez que él llame Delilah a Dakota.

Paso por un supermercado y una mujer con los brazos llenos de bolsas de papel se me queda
mirando tan fijamente que dejo de reírme de mí mismo y de mi maléfico plan para devolvérsela a
Pedro. O a Pedri.

Me echo a reír otra vez.
Necesito más café.

Grind está a menos de una carrera de veinte minutos pero en dirección contraria a mi
apartamento, al revés que el parque...

El café lo vale. Uno puede tomarse un café en cada esquina, pero no es café del bueno (el café de
las tiendas de delicatesen es lo peor) y, además, necesito ver si ya están los horarios de la semana que
viene. Cambio el rumbo y corro hacia la cafetería. Paso otra vez junto a la mujer cargada con bolsas
de la compra y veo que una se le resbala de la mano. Me apresuro a ayudarla, pero no soy lo bastante
rápido. La bolsa se rompe y las latas de comida ruedan por el pavimento. Parece tan frustrada que
creo que va a gritarme por haber intentado ayudarla.

Cazo al vuelo una lata de sopa de pollo. Se rompe otra bolsa y maldice frustrada cuando las
verduras chocan contra el suelo. El pelo negro le cubre la cara, pero diría que ronda los treinta. Lleva
un vestido suelto con un pequeño bulto debajo. Puede que esté embarazada (o puede que no), pero
mejor no preguntárselo.


Dos adolescentes cruzan la calle en dirección a nosotros. Por un momento, pienso que es posible
que vengan a ayudarnos.

No. Mientras nosotros intentamos solucionar el desastre de la compra, ellos miran para otro lado.


Aquí no existe eso de ayudar al prójimo. Se limitan a acelerar el paso y tienen el detalle de pisar una
caja de arroz que había aterrizado en su camino. A veces, toda la amabilidad a la que uno puede
aspirar en esta ciudad es a que nadie pise lo que le estorba en el camino.

—¿Vive muy lejos? —le pregunto a la mujer.

Ella levanta la vista de la calzada y niega con la cabeza.

—No, a una manzana. —Se peina la cabellera castaño oscuro con las manos y gruñe de
frustración.
Señalo la montaña de comestibles que ha caído de las dos bolsa

—Vale. Vamos a organizar esto.


No llevo bolsas de repuesto en los bolsillos, así que me quito la sudadera y empiezo a meter
alimentos dentro. Puede que no quepa todo, pero vale la pena intentarlo.

—Gracias —dice sin aliento. Se acerca para ayudarme, pero la detengo.

Pita un coche. Luego otro. Apenas tengo un pie en la calzada, pero pitan de todos modos. Lo
mejor de vivir en Brooklyn es que, por lo general, nadie pita.
Manhattan es una isla pequeña, caótica
y cabreada, pero no me cuesta imaginarme viviendo en Brooklyn, dando clases en un colegio público
y teniendo familia. Cuando sueño despierto, mis planes incluyen otras ciudades, más tranquilas. Pero,
vamos, que primero necesito una chica que quiera salir conmigo, así que falta mucho para todo eso.


Digamos que así es como me veo dentro de cinco años...

Vale, dentro de diez.

Me pongo una botella de aceite debajo del brazo.

—Ya está. Solucionado —le digo.

La miro a los ojos achinados. Me observa, escéptica y sin saber si debe fiarse de mí o no. «Puede
confiar en mí», tengo ganas de prometerle. Sin embargo, como le diga eso, va a desconfiar todavía
más. El viento empieza a soplar con fuerza y la temperatura baja un poco al instante. Me doy prisa y,
cuando tengo casi toda la compra dentro de la sudadera, ato las mangas para que se parezca
vagamente a una bolsa. Echo dentro una caja de galletas saladas y de fiambre.

Me pongo de pie y le entrego la bolsa-sudadera. Se le suaviza la mirada.


—Puede quedarse la sudadera, tengo muchas —digo.

—Qué suerte tendrá la que te cace, muchacho —me dice con una sonrisa.


A continuación, recoge las bolsas de la compra que no se han roto, se ajusta la sudadera-bolsa en
los brazos y empieza a andar. Me halaga su cumplido, pero enseguida me pregunto por qué ha
pensado que estoy soltero. ¿Acaso huelo a soledad y desesperación?

Probablemente.

—¿La ayudo? ¿La acompaño a casa? —me ofrezco con cuidado de que suene a oferta, no a
exigencia. Va muy cargada y, con las bolsas en los brazos, le costará llegar.

Ella niega con la cabeza y mira más allá de donde estoy yo, hacia el lugar adonde se dirigía.

—Vivo aquí al lado. No hace falta.

Noto un ligero acento en sus palabras, pero no sé distinguirlo. Mientras se aleja, me doy cuenta de
que es verdad que no necesita mi ayuda: puede sin problemas con la sudadera y con las demás bolsas.

Imagino que es una metáfora cósmica para enseñarme que no tengo que ayudar a todo el mundo,
igual que lo de Augustus Waters y el cigarrillo. Bueno, no es exactamente lo mismo, pero aun así. Es
evidente que lo suyo era peor. Pobre.


Dejo que la mujer se marche sola y sigo hacia el sur, adentrándome en Bushwick. Me encanta mi
barrio. Está cerca de todo lo que mola de Williamsburg, pero los alquileres son más baratos. El
alquiler nos sale por un pico (casi me da algo cuando me vine a vivir aquí, la mensualidad es más
cara que la hipoteca de mi madre), pero el barrio es cada vez más popular y los precios no tardarán
en duplicarse. Aun así, no es tan caro vivir aquí como yo imaginaba. Tampoco es barato, pero los
rumores de que un litro de leche cuesta tres dólares en Nueva York son falsos... En general. El ruso
que regenta la tienda de la esquina que hay bajo mi apartamento se luce con los precios, pero
supongo que pago extra por la comodidad de tenerlo a un minuto de casa. Siempre podría andar dos
o tres minutos hasta la siguiente tienda. Una de las mejores cosas de la ciudad es que hay infinidad de
opciones. No falta dónde elegir en cuanto a tiendas, restaurantes y gente.




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