La mañana ha llegado más rápido de lo que esperaba.
Cuando me he despertado, me he quedado tumbado en la cama un rato, mirando el ventilador del
techo.
Me pregunto quién viviría aquí
antes que yo, y por
qué decidieron pintar el ventilador
con
colores
que no
pegan. Cada aspa es de
uno diferente. Azul, verde, morado,
amarillo y, por último,
rojo.
¿Sería el cuarto de un
niño? De lo contrario, los
anteriores inquilinos debían
de ser
gente
bastante extravagante.
No
sé qué
hora es
cuando por fin me obligo
a salir de la cama.
Lo único que sé es
que estoy
agotado, como si hubiera pasado la noche en la guerra. Cuando cojo el móvil para ver la hora, está
muerto. Lo conecto al cargador y me dirijo a la sala de estar.
Se encuentra a oscuras, y la tele está encendida. Pau está dormida en el sofá, y en la pantalla se
está reproduciendo un episodio de «Guerra de cupcakes» con el volumen bajo. Cojo el mando, que
descansa sobre su estómago, y apago el televisor. Aún lleva puesto el uniforme del trabajo. Debía de
estar
agotada. Se notaba en el
modo en
que se
le cerraban los ojos mientras
se comía el plato de
comida
que trajo del restaurante anoche.
Estuvimos sentados a
la mesa
durante menos de treinta
minutos, y me contó punto por punto cómo había ido la noche.
Un grupo de profesores de la Universidad de Nueva York habían entrado en el restaurante veinte
minutos
antes de que cerraran y
se habían sentado en su
sección. Seguro que le fastidió
un poco,
aunque no lo comentara, que fueran de esa universidad, puesto que todavía no la han aceptado allí. Es
muy
probable que acaben haciéndolo, pero
no para
este semestre.
No
quiere que Ken utilice su
posición
de decano en la WCU
para intentar ayudarla, pero estoy
convencido de que lo hará
igualmente si no la aceptan para el semestre de invierno.
Sería genial que viniera al campus conmigo,
aunque ambos tendríamos asignaturas distintas. Durante el primer año, coincidíamos en unas pocas
clases, ya que yo quiero especializarme en Educación Infantil y ella en Filología.
Entro en la cocina para ver qué hora es. Son sólo las ocho. Es un poco raro que el de la cocina sea
el único reloj que hay en todo el apartamento. Dependemos del teléfono para consultar la hora; me
pregunto cómo afectará eso a la industria relojera.
Se me haría rarísimo vivir en una época en la que tienes que entrar en un edificio o acudir a la
plaza
de la
ciudad para ver la hora.
Y, si
ésta no
fuera correcta, ni
siquiera lo sabrías. Si Pedro
viviera en aquella época, me lo imagino poniendo la hora mal en todos sus relojes para tomarle el
pelo a la gente.
Tengo que decirle a Pau ya que Pedro va a venir este fin de semana. Se lo diré en cuanto se
despierte.
En serio.
Esta vez, sí.
En la cocina sólo se oye el débil zumbido de la nevera. La tarta sin decorar sigue en la encimera,
envuelta con film.
Me pregunto si Nora va a volver, o si lo que sea que hizo que se marchara anoche le impedirá
regresar hoy.
Busco en la nevera algo que comer antes de empezar a prepararme para ir al trabajo.
«¡Mierda!»
Se suponía que tenía que estar allí a las seis para cubrir el turno de Posey.
Corro
a mi
cuarto y cojo el teléfono
para llamar a mi jefe.
Mi pie
choca contra algo duro y
tropiezo. Intento mantener el equilibrio con una pierna, pero no funciona y me golpeo los dedos del
pie con la pata del escritorio.
«Mierda, qué daño.»
Me agarro el pie y por fin alcanzo el teléfono. Sigue apagado.
«Mierda, mierda.»
Tendré que llamar desde el móvil de Pau.
Tiro el móvil sobre la cama y me dirijo a la sala de estar saltando a la pata coja. Aún me duelen
los dedos. Cuando llego hasta el cuerpo durmiente de Pau sobre el sofá, busco con la mirada. El
móvil debe de estar por ahí, en alguna parte.
¿Por qué no le hice caso a mi madre cuando me sugirió que instalara un teléfono fijo?
«Nunca se sabe lo que puede pasar, Landon.
»Es posible que haya mala cobertura en el apartamento.
»Puede que pierdas el teléfono y que necesites un fijo para llamar a algún sitio para encontrarlo.
»Los
extraterrestres podrían invadir
Brooklyn y robar toda la
tecnología para llevar a cabo
su
plan de invadir la Tierra para sus fechorías.»
Vale, la última me la inventé yo para tomarle el pelo por su preocupación.
Sin
embargo, ésta es una de
esas muchas veces en las
que me
he dado
cuenta de que mi madre
suele saber de lo que habla. La mayoría de los veinteañeros no lo admitirían jamás, sin embargo yo
soy
lo bastante inteligente como para ser consciente
de que
tengo suerte de tener una
madre como
ella.
El teléfono de Pau está metido entre el respaldo del sofá y su cadera. Alargo la mano lentamente
hacia él y contengo la respiración para no despertarla. Justo cuando mis dedos alcanzan el dispositivo
y lo agarro, Pau da un respingo y abre los ojos como platos.
Me aparto de un brinco y le doy tiempo para que asimile que sólo soy yo, y que está dormida en
el sofá, en la sala de estar de su casa.
—¿Estás bien? —gruñe.
Su voz suena como si aún estuviera dormida.
—Sí, perdona. Me he quedado sin batería en el móvil y llego tarde al trabajo.
Asiente y coge el teléfono para dármelo.
Lo acepto y me dispongo a marcar el número, pero me pide un password.
Pau empieza a darme los números y los introduzco rápidamente.
—Cero, dos, cero, uno —dice, y cierra los ojos.
Se pone de lado y se acurruca con las rodillas hacia el pecho.
—Gracias.
Cojo la manta del respaldo del sofá y la cubro con ella. Ella me lo agradece con una sonrisa, y
desbloqueo el teléfono. Se me hace raro tener su móvil en la mano. Es muy pequeño en comparación
con el mío.
Siempre bromea sobre el tamaño del mío. Dice que es un iPad, y yo bromeo sobre el hecho de
que siempre está rompiendo los suyos. Le recuerdo el que se le cayó al váter, el que se dejó olvidado
en
un vehículo que «desapareció», y
el que
le lanzó a una araña
que había en la azotea
de nuestro
edificio. El único que falta, el que no le menciono, es su primer móvil.
El
smartphone cuya pantalla rompió a
propósito y que pisoteó unas
veinte veces. Yo volvía del
trabajo
y me
la encontré destrozándolo. Juró que
jamás volvería a
usar un
iPhone, y yo tuve la
impresión
de que
aquello no tenía nada que ver con la tecnología
en sí.
La causa era más bien la
misma por la que ahora sólo bebe café frío. La misma razón por la que ya no soporta escuchar a su
grupo de música favorito.
No tardó en incumplir su promesa después de usar otro móvil durante una semana. Perdió toda su
música
y todos los datos que
había guardado: sus
passwords, su información de inicio
de sesión
automático y sus tarjetas de crédito. De camino a la tienda Apple, no paró de echar pestes sobre ellos,
diciendo que están dominando el mundo, y le cabreaba que tuvieran productos tan buenos, porque los
clientes no tenían más remedio que utilizarlos. Menuda paradoja.
También mencionó más de unas cuantas veces que deberían fabricar más productos asequibles. Y
yo era de la misma opinión.
Cuando llego a la pantalla de marcar los números caigo en la cuenta de que no me sé el número
de Grind de memoria. Siempre llamo desde la agenda del móvil. Apenas recuerdo aquellos tiempos
en los que los smartphones aún no dominaban el mundo. A los doce años tuve un Nokia que mi madre
me hacía llevar a todas partes por si acaso pasaba algo. Me acuerdo de que siempre me quedaba sin
batería jugando a la serpiente.
Uf, qué viejo me siento.
¿Qué narices haríamos sin la tecnología? Me avergüenza depender tanto de ella, pero, al mismo
tiempo, me fastidia tener que buscar una guía telefónica para encontrar el número del trabajo.
En fin, los humanos estamos muy malacostumbrados.
Mejor dicho, los estadounidenses estamos muy malacostumbrados. Hay muchos muchos lugares
en
el mundo en los que la gente
nunca ha visto un iPhone,
y aquí
estoy yo, planteándome mi
existencia sin los productos Apple.
Lo tengo todo demasiado fácil.
Busco en Google el número de Grind y, cuando llamo, comunica directamente.
¿Qué narices pasa?
Ni siquiera tengo el móvil de Posey. Las desventajas de la tecnología, una vez más.
En
su día
me sabía los números de
teléfono de todos mis amigos
de memoria. De acuerdo, el
hecho de tener sólo dos amigos ayudaba bastante, y además vivían en la misma casa, pero bueno.
—En fin, voy a vestirme y salgo para allá —explico a toda prisa.
Dejo el móvil de Pau sobre la mesita de café y me dirijo a mi cuarto.
Todavía me duelen los dedos de los pies.
Si salgo ya, llegaré antes de quince minutos. Si me hubiera vestido en lugar de intentar llamar, ya
estaría
a medio camino. Miro el
móvil sobre mi cama. También
podría haber llamado desde mi
teléfono ya si lo hubiera puesto a cargar anoche.
No se puede tener todo siempre.
Corro por mi habitación y me pongo unos vaqueros oscuros y una camiseta gris sencilla. Corro
al baño y me cepillo los dientes. Meo y me lavo las manos. Sin mirarme en el espejo siquiera, apago
la luz y vuelvo a la sala de estar. Empiezo a tener sensibilidad en los dedos de los pies, y me alegro,
ya que prácticamente voy a tener que correr hasta el trabajo.
Seguro que tengo un aspecto espantoso, pero cuando llegue allí me pasaré los dedos por el pelo
para peinarme o algo.
«Mis zapatillas..., ¿dónde están mis zapatillas?» Inspecciono el suelo y miro dentro del armario.
La sala de estar. Deben de estar junto a la puerta.
«Donde tienen que estar», oigo decir a Pau en mi cabeza, y me río para mis adentros.
Estoy
en la
puerta, metiendo los
pies en
las zapatillas menos de cinco
minutos después de que
haya
intentado llamar al Grind. Cojo
las llaves, abro la puerta
de un
tirón y, cuando lo hago,
me
encuentro con alguien de frente.
Es Nora.
Lleva una bolsa de basura en un brazo y tiene una caja a los pies.
Al verme, abre los ojos como platos, y yo miro la caja. En ella hay un libro, un marco y algunas
cosas más.
—Hola —articula Nora, y me mira con vacilación.
—Hola —respondo tratando de entender qué hace aquí.
Con sus cosas.
—¿Estás bien? —le pregunto, y ella asiente.
Sus ojos se llenan de lágrimas y veo cómo forma un puño con la mano libre. Inspira hondo y, de
repente, endereza la espalda y contiene las lágrimas.
—¿Puedo entrar? —dice con voz grave, derrotada, pero poniendo buena cara.
Me agacho, cojo la caja y la sostengo con un brazo. Le ofrezco la mano para que me pase la bolsa
de basura, y lo hace.
Su mirada es dura, es una luchadora. Lo veo en sus ojos.
La bolsa pesa, y la dejo en el suelo de la sala de estar, al lado de la mesa de mi abuela. Dejo la caja
también y le hago un gesto a Nora para que pase. Entra despacio, y Pau se incorpora en el sofá.
Miro su teléfono sobre la mesa.
Mierda.
Miro a Nora como pidiéndole disculpas.
—Tengo que irme a trabajar. Ya llego muy tarde.
Ella asiente y sonríe, pero es la sonrisa más pequeña que he visto en mi vida.
Las promesas que me hice de protegerla anoche vuelven a invadir mi pecho. No quiero que esté
así, que se sienta así.
Pau
se levanta y evalúa la
situación. No puedo quedarme para
escuchar las explicaciones,
aunque me voy a pasar el día loco por saber qué está ocurriendo.
¿Qué ha pasado?
¿Por qué ha traído sus cosas?
¿Tiene algo que ver con Dakota?
Se me revuelven las tripas al pensar en esa posibilidad.
Cuando me marche, ¿le contará a Pau que nos besamos, otra vez?
Me gustaría quedarme, pero no puedo. Hay demasiada gente que me espera, y ya la he fastidiado
bastante esta mañana.
Corro por el descansillo y bajo por la escalera. No tengo tiempo de esperar a que el ascensor más
pequeño del mundo llegue a mi planta.
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