Hoy
las clases se me han
hecho eternas. Bueno,
hoy y
toda la semana. No lograba
concentrarme
después
de lo
que pasó
con Dakota. Y encima Pedro
me llama para decirme que
va a
venir el
próximo fin de semana.
El próximo fin de semana.
Pau no tiene mucho tiempo para hacerse a la idea de que él va a estar aquí, en su espacio.
Cuando me llamó anoche, no lo cogí. Pau y yo estábamos demasiado ocupados regodeándonos
en nuestra soledad, y era la primera vez que conectábamos de verdad desde hacía mucho. Era triste
pero agradable al mismo tiempo estar ahí con ella.
Y,
milagro de los milagros, en
lugar de llamar sin parar,
Pedro se dignó dejar un
mensaje de
voz. Todavía no me lo puedo creer. Pero, ahora que lo pienso, dijo que tenía que venir porque debía
acudir a una cita en la ciudad a la que no podía faltar.
Seguro
que está
solicitando empleo aquí;
¿por qué,
si no,
iba a tener una cita
inamovible en
Nueva York? Tiene que ser algo de trabajo...
O
se ha
hartado de estar lejos de
Pau. No
puede estar demasiado tiempo alejado
de ella,
necesitará su dosis.
Cuando llego a mi edificio, veo que un ruidoso camión de reparto aguarda al ralentí en medio de
la calle. El establecimiento de comidas para llevar que tenemos debajo de casa hace repartos durante
toda la noche. Al principio, las voces y el ruido de las puertas cerrándose, abriéndose y cerrándose de
nuevo
me sacaban de quicio porque
estaba acostumbrado al
silencio absoluto de
los barrios de la
periferia del estado de Washington, en el castillo Alfonso en lo alto de la colina. Todavía recuerdo lo
grande que me pareció esa casa cuando llegamos en el auto de mi madre. Decidimos atravesar el país
en coche hasta allí a pesar de los intentos de Ken de pagar nuestros vuelos y contratar un servicio de
mudanzas. Echando la vista atrás, creo que mi madre era demasiado orgullosa como para dejar que él
pensara que estaba con él por otra cosa que no fuera amor.
Me acuerdo de la primera vez que la oí reírse delante de él. Era una risa nueva, una risa que le
cambiaba la cara y la voz. El rabillo del ojo se le curvaba hacia arriba y las carcajadas salían de ella e
inundaban la habitación de luz y de aire fresco. Tenía la sensación de que era una persona distinta,
una versión más alegre de la madre que conocía y a la que adoraba.
Por supuesto, cuando hablo con ella ahora, siempre menciona algo que la preocupa sobre mí. Me
refiero a mis hábitos de sueño desde que me trasladé a esta ciudad. No para de preguntarme cuándo
voy
a ir
al médico para tratármelo, pero
no estoy preparado para enfrentarme
a todas las partes
prácticas
que conlleva vivir en un
nuevo lugar. Lo de los
médicos y lo de renovar
el carnet de
conducir
pueden esperar. Además,
no quiero conducir en esta
ciudad, y, respecto al sueño,
mi
auténtico problema son los camiones de basura que pasan cada día a las tres de la madrugada.
Por eso, en lugar de ir al médico, tengo mi reproductor de ruido blanco. Me ayudó muchísimo. A
Pau
le gusta la máquina, pero
dice que
ella creció al lado de
unas vías
de tren
y que
echaba de
menos su sonido por las noches. Últimamente ambos parecemos estar aferrándonos a cualquier cosa
que
nos recuerde a nuestro hogar.
Estando en Nueva York tengo la sensación
de que
tu casa
es en
realidad tu fortaleza, o al menos un cuchitril que puedes controlar dentro de esta ciudad. Por lo visto,
controlar los sonidos que oímos nos ayuda tanto a Pau como a mí a sentir que tenemos el control, y
no al contrario.
Dentro,
los rellanos de mi edificio
están vacíos y silenciosos. Espero
pacientemente a que el
ascensor
descienda y me meto en él. Por lo general
subo y
bajo por la escalera, pero,
como esta
mañana me he esforzado más de lo normal corriendo antes de clase, ahora mis pantorrillas lo están
pagando.
Cuando salgo del ascensor y recorro el descansillo de mi planta, huele a azúcar y especias. Nora
debe de estar aquí, y ella y Pau deben de estar preparando algo dulce y harinoso en mi cocina.
Oigo música; la voz melodiosa de Halsey, una cantante alternativa posicionándose a favor de la
juventud ignorada que inunda el apartamento cuando abro. Me quito los zapatos y los dejo al lado de
la puerta. Cuando entro en la cocina, dejo la botella de leche en la encimera, cerca de Pau, pero es
Nora quien me da las gracias primero.
—De nada —respondo, y me quito la chaqueta.
Tengo
que hacer algo para Ellen,
por su
cumpleaños. Hoy parecía
aún menos emocionada al
respecto que cuando le pregunté por su gran día la semana pasada.
—Caminaba justo por delante de la tienda cuando Pau me ha mandado el mensaje —añado.
Aun así, Nora me sonríe.
Madre mía, es todavía más guapa de lo que la recordaba, y sólo ha pasado una semana desde la
última vez que la vi.
Nora coge la leche y se acerca a la nevera.
—Te has perdido un fracaso de la repostería épico. Pau ha añadido nata ya montada en lugar de
nata para montar a la receta de los muffins.
—Habíamos quedado en mantenerlo en secreto —protesta Pau en broma, y me mira—. La masa
se ha quedado plana.
—Sí, después de quemarse —dice Nora por encima del hombro.
Creo que me gusta lo cómoda que parece sentirse aquí. Me gusta que se desenvuelva con facilidad
en mi cocina, con la espalda erguida y la boca relajada, sin tensiones. Abre la nevera y mete la leche.
Aparto la mirada cuando se inclina para coger una jarra llena de agua fresca del estante inferior. Me
esfuerzo
por no
centrarme en lo ceñidos que
son sus
pantalones blancos. No
son de
chándal, pero
tampoco de yoga. Me da igual qué clase de pantalón sea, le hace un culo fantástico cuando se agacha
y acentúa su figura de pera.
Lleva una camiseta de manga larga tipo béisbol, de ésas en las que las mangas son de un color
distinto del resto, con las mangas azul oscuro subidas hasta los codos. Tiene el pelo, negro y denso,
recogido en una cola de caballo alta y lleva unos calcetines estampados con dibujos de tiras de beicon
y
huevos. La piel de su
vientre asoma, pero me niego
a mirar, porque, de lo
contrario, sé que no
podré dejar de hacerlo.
Nora se acerca al horno y saca una bandeja de galletas; ¿o son los muffins? Es muy posible que lo
sean. No suelo comerlos. En Grind vendemos unos muffins saludables que saben a cereales cubiertos
de aceite de oliva y elaborados con pan integral, pero no son lo mío.
Todo
es culpa de mi madre,
por haber tenido tan buena
mano para
la cocina. Mi casa estaba
siempre
repleta de dulces, lo que
con toda
probabilidad explica por
qué yo
era un
niño regordete.
Tengo que esforzarme un poco más que el resto de la gente para poder permitirme comer las cosas
que me gustan. Tardé un tiempo en darme cuenta, pero me alegro de haberlo hecho. Recuerdo cómo
me
sentí cuando los capullos de
mi instituto dejaron de tener
motivos para burlarse de mi
peso,
aunque no tardaron en encontrar otras cosas con las que meterse conmigo, pero yo me sentía mejor,
mental y físicamente, y empecé a desarrollar una seguridad en mí mismo que nunca había tenido.
Las dos chicas han estado en la cocina todos los días de esta semana, pero yo me he refugiado en
mi
cuarto para intentar avanzar trabajos
para la
facultad o quedándome frito después
de trabajar.
Incluso en sueños oigo las voces de clientes insatisfechos mientras miran el cartel con el menú que
tenemos colgado en la pared.
«Hum, ¿tenéis frappuccinos como en Starbucks?»
«¿Por qué no tenéis leche de anacardos?»
«¿Qué diferencia hay entre un cappuccino y un latte?»
Hoy
sólo he
trabajado tres horas, pero esta
semana me ha dejado agotado.
Aunque, por muy
cansado que esté, esta noche no quiero encerrarme en mi habitación. Me apetece hablar con Pau, e
incluso con Nora. Detesto el modo en que mi pecho se tensa cuando me mira directamente a los ojos.
Sin embargo, he decidido que esta noche quiero socializar. Está bien relacionarse con la gente de vez
en cuando, aunque sólo sea con ellas dos.
Nora
retira los muffins de la
bandeja caliente y
los coloca en una rejilla
para dejarlos enfriar.
Huelen a arándanos. Me siento a la pequeña mesa de la cocina y observo cómo Nora se desplaza por
la
estancia. Coge una bolsa de
plástico llena de un mejunje
amarillo y retuerce el extremo
para
formar
un abultado triángulo de cremoso
glaseado. Coloca la pequeña punta
de metal en el
puntiagudo extremo, aprieta y cubre de glaseado la parte superior de cada uno de los muffins.
Nora dice algo acerca de que añadir la cobertura hará que estén más buenos, pero yo estoy muy
ocupado
intentando asegurarme de que mis
ojos no
permanezcan demasiado tiempo
fijos en ella
como para prestarle atención.
De repente me pregunto si debería quedarme aquí con ellas o no. No quiero molestarlas.
—¿Qué tal ha ido el trabajo? —me pregunta Pau.
Introduce
los dedos en un cuenco
de masa
densa repleta de unos tropezones
azules. Parecen
arándanos. Abre la boca y se chupa un dedo.
Miro
hacia Nora, que se está
arremangando otra vez.
Entonces me fijo en la
tela del
extremo
inferior de su camiseta. Parece que alguien la ha cortado con unas tijeras para dejar al descubierto
diez centímetros de vientre.
Normalmente
no es
algo que
me moleste en absoluto. No
creo que
a nadie pueda molestarle, a
menos que los torture demasiado la idea de que esté delante sabiendo que no pueden tener nada con
ella.
Su
piel es
algunos tonos más oscura que
la mía,
y a
simple vista no sabría decir
de qué
etnia
procede.
Es una
mezcla de algo bello y
único. No podría describirlo exactamente, pero la forma
almendrada de sus ojos verdes es hechizante, y sus cejas oscuras y sus gruesas pestañas hacen sombra
a
sus marcados pómulos. Esa camiseta
le queda de maravilla, como
todos los conjuntos modernos
que la he visto llevar. Sus caderas al aire son generosas, y es difícil apartar la vista de esos pantalones
blancos de algodón que se ciñen a su trasero.
¿Me había fijado en eso ya?
Me permito observarla durante unos segundos, observarla de verdad. No va a pasar nada porque
la mire un segundo o dos..., ¿no?
Ella permanece ajena a mi mirada, a mi deseo de recorrer la piel desnuda de su espalda con los
dedos.
Mis pensamientos me llevan ahí,
a un
mundo en el que Nora
está tumbada a mi lado y mis
dedos acarician su piel bronceada. Me encantaría verla recién salida de la ducha, con el pelo húmedo
y ondulado en las puntas, con la piel mojada y sus oscuras pestañas aún más negras en contraste con
su piel al parpadear...
—¿Tan mal ha ido? —pregunta Nora.
Sacudo la cabeza. Estaba tan sumido en mis pensamientos que no he respondido a la pregunta de
Pau sobre mi jornada. Le dijo que ha sido un día más, ajetreado y estresante. Durante las primeras
semanas de facultad, las cafeterías suelen estar llenas, incluso al otro lado del puente de Brooklyn.
No las aburro con los detalles de que se ha roto el grifo de la pila y el agua ha salpicado a Aiden
en toda la cara. No voy a decir que no me he reído cuando no me veía. Se ha cabreado mucho porque
se le ha estropeado el peinado. Y lo más gracioso es que ha sido él mismo el que estaba manipulando
el grifo, mientras alardeaba de que sabía cómo reparar el goteo.
Draco ha vuelto a fracasar.
Pau me cuenta que ha pedido hacer turnos extras durante los próximos dos fines de semana, y sé
que
en realidad está deseando saber
cuándo va a venir Pedro
para poner distancia de por
medio.
Debería decirle que vendrá el fin de semana que viene, pero prefiero esperar a que Nora se marche
para que Pau pueda quedarse un rato a solas para hacerse a la idea y prepararse.
He sido testigo de cómo la luz de Pau se ha ido apagando cada día que pasa sola en la ciudad
mientras que Pedro va prosperando gracias a la influencia de su grupo de amigos y el consejo de su
terapeuta.
Creo de
verdad que está mejorando y
que este
tiempo separados es
necesario para él,
aunque lo deteste.
Si estos dos no acaban casados y con unos niños testarudos de pelo rebelde, dejaré de creer en el
amor.
Odio
la palabra terapeuta. Le da
cierta connotación negativa
a alguien que se pasa
la vida
intentando sanar a los demás.
Por
alguna razón, no es adecuado
hablar de que vas a
terapia en los dispensadores de
agua del
trabajo, pero difundir rumores sobre tus compañeros es del todo aceptable. A veces, en este mundo,
las prioridades de la gente dan asco.
—¿Sabes algo de tu madre? —me pregunta Pau.
Nora
se desenvuelve de nuevo como
pez en
el agua
por la
cocina. Friega las rejillas de
enfriamiento y humedece una esponja para limpiar la encimera mientras yo le explico a Pau que mi
hermanita está usando la barriga de mi madre para entrenar al fútbol.
—Dice que seguro que la pequeña Abby es una de las primeras seleccionadas en el SuperDraft de
la liga de fútbol —les cuento.
Mi madre dice que le duele mucho el cuerpo por la noche, mientras hace hueco para que el bebé
crezca en su interior. Pero no se queja. Está maravillada de los cambios que su cuerpo es capaz de
realizar
a su
edad, y se siente eternamente agradecida por estar
teniendo un embarazo sano y sin
incidentes.
—Me he perdido con eso del Superalgo de la liga de fútbol —dice Nora, y sus labios se curvan
hacia un lado con expresión divertida.
Pero sólo ligeramente divertida. Sus ojos parecen tener siempre un toque de aburrimiento, como
si su vida anterior al momento actual fuese mucho más emocionante que lo que está haciendo ahora.
—Deporte. ¿No te gusta ninguno? —pregunto.
Sé que a Pau no.
Nora niega con la cabeza.
—No. Preferiría sacarme los ojos y comérmelos con kétchup antes que ver deportes.
Me echo a reír ante su respuesta detalladísima y morbosa.
—Vaya.
Alargo
la mano
para coger un muffin que
ya ha
cubierto con glaseado, pero me
detiene justo
antes de que llegue a hacerlo.
—Hay que dejar que el glaseado se endurezca —me explica sin soltarme la mano.
—Sólo unos tres minutos —añade Pau.
Siento la cálida mano de Nora sobre la mía.
¿Por qué no me suelta?
Y ¿por qué no quiero que lo haga?
Se suponía que tenía que olvidarme de cualquier posible atracción física que sintiera por ella, se
suponía que debía hacerme a la idea de ser sólo su amigo. Así que es absurdo que continúe con estas
estúpidas preguntas acerca de por qué siento esto o lo otro, pero al hacerlo me parece que tengo un
mayor control de mí mismo.
Constantemente debo recordarme que sólo soy su amigo. Me resulta difícil conseguirlo cuando la
tengo aquí delante, mirándome de esta manera y tocándome así, con la ropa que lleva puesta.
Observo
nuestras manos unidas, la suya
más oscura que la mía
y, cuando nuestras miradas se
encuentran,
ella parece recordar que no
debería estar sosteniendo mi mano
así. Los
amigos no se
cogen de las manos.
El teléfono de Pau comienza a sonar entonces y Nora da un respingo. Se pone colorada y quiero
tocarla de nuevo, pero no puedo hacerlo.
—Es mi jefe. Tengo que contestar —dice Pau.
Se detiene un instante, nos mira a ambos y se pregunta en silencio si nos parece bien que nos deje
solos.
Nora le sonríe levemente y dice con los ojos lo que su boca y la mía no dicen.
Con cada paso que Pau se aleja por el pasillo, el ambiente en la cocina va volviéndose cada vez
más denso. Nora se mantiene ocupada cogiendo un molde de la encimera y dejándolo en la pila. Abre
el grifo, agarra la botella de lavavajillas y se pone a fregarlo. No sé si debo quedarme aquí plantado
mientras ella friega el utensilio o si debería irme a mi cuarto y pasarme la noche solo, otra vez.
Saco
mi teléfono y me pongo
a ojear los últimos mensajes
de texto. Tengo uno de
Posey, un
chiste
de camareros. Empiezo a partirme
de risa
y Nora
comienza a girar los hombros
en mi
dirección. Pero se detiene antes de volverse por completo.
Coge la botella de lavavajillas y vuelve a apretarla de nuevo. Unas furiosas burbujitas flotan a su
alrededor y me doy cuenta de que aún está fregando el mismo molde de antes.
Me acerco a ella en silencio y miro al interior de la pila. El molde está limpio. En su superficie no
queda ningún resto de masa, sólo una espesa capa de jabón espumoso e innecesario. Sus largos dedos
trabajan en el molde ya limpio, y yo avanzo otro paso más hacia ella. Mi pie tropieza con una de las
patas de las sillas de madera de la cocina y ella da un brinco sobresaltada al oír el ruido.
—Bueno,
¿qué tal?
¿Alguna novedad? —le
pregunto como si nunca antes
hubiera hablado con
ella y como si no acabara de tropezar con la silla.
Nora
eleva los hombros, suspira profundamente y sacude la
cabeza. Los rizos de su
cola de
caballo se menean adelante y atrás con sus movimientos.
—Pues la verdad es que no —se limita a responder, y vuelve a ocuparse en fregar el molde.
Por fin, lo enjuaga y lo deja en el escurreplatos que hay al lado del fregadero.
«¿Dónde está Pau?» Ojalá volviera y pusiera fin a esta situación tan incómoda.
—¿Qué
tal el
trabajo? ¿Te sigue gustando trabajar
allí? —Soy incapaz de mantener
la boca
cerrada.
Nora se encoge de hombros otra vez, y me parece oírla decir: «No está mal».
—¿Estás enfadada conmigo o algo? —dice mi boca por mí.
«¿Que
si está
enfadada conmigo?» ¿Acaso
he vuelto a los cinco
años, cuando le preguntaba a
Carter
si estaba enfadado porque mi
madre había atropellado sin querer
uno de
sus juguetes en el
camino de acceso?
Antes de que me dé tiempo a contestar algo más que pueda hacer que la situación sea todavía más
incómoda
entre los dos, Nora se
vuelve y me mira. Me
parece atisbar un
latido en la curva de
su
garganta, y su pecho asciende y desciende de manera lenta pero agitada. Mi propio pecho arde, es una
sensación rara que no debería tener, no por una persona que es prácticamente una extraña.
—¿Enfadada
contigo? ¿Por qué? —pregunta con
una mirada sincera, y pone
morritos mientras
espera una respuesta que es más complicada que la que puedo dar en unos segundos.
Me paso la mano por el cuello y pienso y pienso. Siempre estoy pensando.
—Por todo. Por lo de Dakota, por lo del beso, por...
Cuando
Nora abre
la boca
para hablar, me detengo a
media frase para permitírselo. Apoya
el
codo sobre la encimera y me mira fijamente. Su mirada es tan intensa que me gustaría conocerla lo
bastante
bien como
para saber qué es lo
que está
pensando, qué siente. Por más
que lo
intento, no
consigo interpretarla.
Se me suele dar bastante bien analizar a la gente y su comportamiento. Por lo general soy capaz
de
intuir lo que sienten los
demás, incluso las cosas que
no quieren decir en voz
alta. Una breve
mirada
hacia el lado opuesto de
la habitación o tal vez un sutil
cambio del peso del cuerpo
de una
pierna a la otra..., hay un millón de maneras de interpretar a las personas.
—No estoy enfadada contigo para nada. Todo esto ha sido un poco lioso, sí —dice, y algo en el
modo en que su voz se corta al final de la frase me inquieta.
Nunca he querido nada más que escuchar las partes de su vida que mantiene ocultas.
Todo
su ser
me recuerda a una especie
de secreto; es lo más
parecido a descubrir un auténtico
misterio de la vida, uno difícil de descifrar y más difícil todavía de resolver.
—Landon, el motivo por el que...
Pero
su voz
se interrumpe al oír el
rechinar de unas zapatillas sobre
las limpias baldosas del
suelo.
Me vuelvo. Las deportivas blancas que rozan el suelo pertenecen a un par de piernas cubiertas por
unos leotardos. El cuerpo es delgado y lleva un reluciente tutú y un maillot negro.
Dakota
examina a Nora, que está a tan
sólo unos
centímetros de distancia
de mí,
y parece
transformarse en algo más grande, en algo más oscuro y fuerte.
Dakota yergue los hombros y saca pecho ligeramente para demandar atención.
—Dakota. —Me acerco a ella de manera automática y me aparto de Nora.
—Así que has venido aquí... —dice Dakota.
Me siento algo confuso al ver que no se dirige a mí, sino a Nora.
Nora me mira a los ojos.
—No, sólo estaba aquí con Pau...
Dakota la interrumpe a media frase:
—Te he dicho que te largaras, no que vinieras corriendo hasta él.
No
entiendo nada de lo que
está pasando. La voz de
Dakota se eleva como un
furioso tsunami
dispuesto a tragarse mi minúsculo apartamento de Brooklyn.
—Te he dicho que no te acerques a él —continúa—. Es terreno prohibido. Quedamos así.
Luego mira a Nora con los ojos entornados y cargados de recelo. Nora los tiene abiertos como
platos, sorprendida todavía de ver a Dakota en la cocina.
—Tengo que irme —señala.
Coge
el trapo de la encimera
para secarse las manos. Lo
hace apresuradamente, y
Dakota y yo
permanecemos en silencio mientras
ella sale
de la
cocina sin mirarnos a ninguno
de los
dos. La
puerta de la entrada se abre y se cierra en menos de veinte segundos, y Nora se marcha sin siquiera
despedirse de Pau.
Todo
sucede tan rápido y yo
estoy tan pasmado que no
tengo la
oportunidad de seguirla.
Me
pregunto por un instante si lo habría hecho, y cómo habría reaccionado Dakota si hubiera sido así.
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