Cuando entro por la puerta del Grind, compruebo que el establecimiento está repleto de gente.
«Uf...»
Hay una cola larguísima desde la vitrina de postres hasta el área donde se recogen los pedidos.
Hay hombres y mujeres vestidos con su ropa de trabajo por todas partes, charlando y tomándose su
dosis de cafeína. Analizo la cola y veo unas cuantas caras irritadas al final. Atravieso inmediatamente
la multitud y me coloco detrás de la barra. Ni siquiera me molesto en ponerme un delantal. Aiden está
anotando los pedidos; sus dedos se deslizan por el teclado de la caja con diligencia y su rostro pálido
tiene un color rojo intenso. El cuello también lo tiene rojo. Además, la espalda de su camisa está
empapada de sudor.
En fin. No va a estar muy contento conmigo.
Cuando llego detrás de él, le entrega la vuelta a una mujer de pelo negro vestida con un mono
rojo. Por su parte, la mujer está cabreada y agita las manos con furia en el espacio que los separa,
supongo que intentando expresar su frustración.
—Ya estoy aquí. Lo siento, tío. Se me ha muerto el móvil y el despertador...
—Ahórrate las excusas —dice Aiden fulminándome con la mirada—, y ayúdame a reducir esta
cola —añade en voz baja.
Ojalá pudiera llamar a Hermione para que lo transformara en un hurón.
No obstante, asiento, pues entiendo su frustración. No es una cola corta, y a veces la gente es muy
grosera.
Draco..., digo, Aiden me grita un pedido:
—Macchiato. ¡Con extra de espuma!
Cojo una taza pequeña y me pongo a trabajar. Mientras evaporo la leche, me vuelvo para mirar a
Aiden. Va muy sucio, lleva manchas negras de café en la parte delantera de la camisa y una mancha de
sudor en el pecho. Me haría mucha más gracia si no fuera por mi culpa. Si hubiera llegado a tiempo,
también habríamos tenido un montón de trabajo, pero habría sido más fácil con dos personas que
estando uno solo.
Vierto la espuma de leche sobre el oscuro expreso. Aiden me grita otro pedido. Seguimos así
hasta que la cola se reduce a tres personas. Aiden ya está más tranquilo y vuelve a sonreír y a ser
amable con los clientes. Eso es bueno para mí.
Estar tan ocupado me ayuda a evitar pensar en el modo en que Nora se ha presentado en el
apartamento y en el hecho de que soy un idiota por no traerme el teléfono para enviarle un mensaje a
Pau y asegurarme así de que todo va bien.
Aún están todas las mesas ocupadas, y sigue habiendo al menos veinte personas de pie, con el café
en la mano. Todos llevan cintas con tarjetas de identificación colgadas del cuello, y supongo que está
en marcha la conferencia de electrónica que se celebra cada dos meses cerca de aquí. Hay mucha más
gente de la que solemos tener a la vez, pero es algo positivo para el negocio. Ésa es otra cosa buena
que tiene Nueva York, siempre hay algún acto o celebración.
Empiezo a llenar los recipientes de granos de café y limpio los molinillos mientras Aiden se
ocupa del área de los condimentos y rellena las jarritas para la leche y repone los siete tipos de
azúcar diferente que ofrecemos. Antes de trasladarme a la ciudad, jamás había visto un montón de
azúcar prensado con la forma de un cubo, como en Bugs Bunny. Creía que eso era sólo un recurso de
los dibujos animados.
En Saginaw, alguna vez, muy de vez en cuando, oía que algún cliente pedía alguna cosa light o
algo así, pero eso era lo más raro que se pedía en aquella pequeña ciudad de Michigan. Dakota y yo
nos sentábamos allí durante horas. Nos cambiábamos de mesa cuando nos cansábamos de las vistas.
Nos inflábamos a azúcar y volvíamos a casa, cogidos de la mano y soñando bajo las estrellas.
Mi mente se traslada a esos familiares recuerdos y me viene a la cabeza aquella vez que Dakota y
yo discutimos en Starbucks. Su pelo olía a coco, y su nuevo brillo de labios era pegajoso. La
perseguí por la calle y ella salió huyendo para recordarme que corría más rápido que nadie que yo
conociera. El profesor de educación física del instituto también lo sabía, aunque a Dakota no le
interesaban lo más mínimo los deportes. Los veía conmigo para complacerme y me hacía un millón
de preguntas cada vez que sonaba un silbato.
Ella quería bailar. Siempre lo había sabido. Y yo la envidiaba por ello. Dakota corría y se alejaba
cada vez más de Starbucks, y yo la seguía, como siempre.
Dobló una esquina en un callejón, y la perdí. Sentí que no podría respirar hasta que la encontrara.
Estaba demasiado oscuro como para que anduviera sola en esa parte de la ciudad. Di con ella al cabo
de unos minutos, justo fuera del Territorio. Estaba sentada en el suelo al lado de una valla medio rota,
con el negro bosque tras ella.
La valla de alambre tenía unos agujeros inmensos, ya era de noche, y, al cabo de un minuto, por
fin pude respirar otra vez. Estaba cogiendo unas piedras grises y lanzándolas a un boquete de la
calzada. Recuerdo el inmenso alivio que sentí al verla. Llevaba una camiseta amarilla con una cara
sonriente en ella y unas sandalias con purpurina. Estaba enfadada conmigo porque yo pensaba que era
una mala idea que buscara a su madre.
Yolanda Hunter había desaparecido hacía demasiados años. Si hubiera querido que alguien la
encontrara, no se habría escondido.
Dakota, furiosa, me decía que yo no sabía lo que era no tener padres. Su madre se había largado y
los había abandonado con un borracho al que le gustaba pegar a su hijo.
Cuando llegué junto a ella, estaba llorando, y tardó unos segundos en mirarme. Es curioso la
cantidad de detalles que recuerdo de esa noche. Había empezado a preocuparme por ella. A veces
tenía la sensación de que iba a desaparecer, como su madre.
—No hay ningún motivo para pensar que no vaya a dejarme vivir con ella —me dijo esa noche.
—Tampoco para pensar que vaya a hacerlo. Sólo quiero que te plantees cómo te sentirás si no te
dice lo que quieres oír, o si ni siquiera te contesta —le expliqué mientras me sentaba a su lado sobre
la gravilla.
—Estaré bien. No puede ser peor que la incertidumbre —me respondió.
Recuerdo que le cogí la mano y ella apoyó la cabeza sobre mi hombro. Permanecimos sentados
en silencio, mirando hacia el cielo. Las estrellas brillaban mucho aquella noche.
Algunas veces, como ésa, nos preguntábamos por qué se molestaban las estrellas en brillar sobre
nuestra ciudad.
—Creo que lo hacen para torturarnos. Para burlarse de los que estamos muriéndonos de asco en
sitios como éste, viviendo una vida de mierda —decía Dakota.
Y yo le contestaba algo como:
—No, yo creo que lo hacen para darnos esperanza. Esperanza en que hay algo más ahí fuera. Las
estrellas no son malas como los humanos.
Ella me miraba y me apretaba la mano, y yo le prometía que algún día, de alguna manera, nos
largaríamos de Saginaw.
Parecía confiar en mí.
—¡Siento llegar tan tarde! —Reconozco la voz de Posey a través de mi nube de recuerdos.
Está hablando con Aiden. Una mujer que lleva un vestido negro levanta un letrero y le dice a todo
el mundo que es hora de irse. Mientras la multitud abandona el establecimiento, escucho la
conversación entre Posey y Aiden.
Él se levanta la camisa para secarse el sudor de la cara.
—Tranquila, Landon ha aparecido por fin.
Posey se vuelve y me pilla pasando una bayeta por el mostrador de metal.
No estaba escuchando, qué va.
—¡Lo siento! —dice Posey, y viene hacia mí con las manos a la espalda mientras se ata el delantal.
Hoy lleva el pelo rojo recogido en un moño.
—Habría jurado que habíamos cambiado turnos hoy, se me olvidaría preguntártelo —explica.
Niego con la cabeza y sacudo la bayeta en la basura antes de meterla en el cubo de jabón.
—No. Sí que los habíamos cambiado. Lo que pasa es que anoche se me olvidó poner a cargar el
teléfono y esta mañana estaba apagado y no ha sonado el despertador. Siento que hayas tenido que
venir.
Se vuelve de nuevo hacia Aiden y sigo la dirección de su mirada. Él no nos mira a ninguno de los
dos, está hablando con un cliente que afirma que el café descafeinado está asqueroso y que no tiene
sentido bebérselo.
—Es como beber cerveza sin alcohol. Una pérdida de tiempo —dice el hombre de mediana edad
con voz áspera.
Parece que lleva unas cuantas cervezas encima.
—Da igual, necesito hacer horas extras de todas formas —me susurra Posey, y señala con un
gesto de la cabeza la mesa que hay contra la pared negra, cerca del pequeño espacio que da a los
aseos.
Su hermana pequeña, Lila, está ahí, sentada pacientemente, con la barbilla sobre la mesa.
—He traído refuerzos.
Se mete la mano en el bolsillo y saca tres cochecitos. Parecen Hot Wheels.
—Vaya, le gustan los coches. —Sonrío a la pequeña, pero no se da cuenta.
Posey asiente.
—Muchísimo.
—¿Estás seguro que quieres quedarte? Yo puedo hacer el turno. No tengo nada que hacer —me
ofrezco.
Una parte tremendamente egoísta de mí quiere que ella se quede para poder ir a ver cómo está
Nora, pero jamás lo admitiría en voz alta.
—No. Me quedo yo, en serio, gracias. Sólo necesitaba ese par de horas esta mañana para
acompañar a mi abuela al médico. No se encuentra muy bien. —Posey mira a su hermana y detecto en
ella un atisbo de temor.
Es una estudiante universitaria que trabaja en una cafetería, y le sería casi imposible criar a su
hermanita sólo con su sueldo. No sé muchos detalles sobre su familia, pero doy por hecho que sus
padres no van a volver por arte de magia.
—Puedo llevarme a Lila durante unas horas. Sólo voy a volver a mi apartamento. Puede venirse
conmigo allí, o podemos ir al parque que está al otro lado de la calle.
No me importaría cuidarla durante un rato para que Posey pueda trabajar tranquila las últimas dos
horas de su turno.
Y así podría volver al apartamento...
Soy una persona horrible.
Posey no para de mirar a su hermana cada dos por tres. La vigila muchísimo, incluso cuando está
atendiendo a los clientes. La pequeña sigue sentada en la misma postura adorable, con la barbilla
sobre la mesa.
—¿Estás seguro? No tienes por qué hacerlo.
Mira a su hermana de nuevo y parece pensar en lo aburrida que está la pobrecita.
—Vale. Pero llévatela a tu casa. Hoy hace calor y ya hemos estado toda la mañana por ahí. —Se
echa a reír—. Es demasiado pronto para que acabe agotada.
—Muy bien. Voy a limpiar esas mesas antes de irme.
—Gracias, Landon. —Posey me sonríe.
Hoy se le ven más las pecas que de costumbre, y me parece adorable.
—Será un placer.
Cojo el cubo para recoger los platos y ella me levanta la barra y me hace un gesto con la mano
para que salga.
Las mesas están más sucias que nunca. Tengo que cambiar las bayetas tres veces para limpiar
todos los líquidos derramados y los círculos de café.
Al menos, la multitud ya se ha ido. Ahora sólo queda un cliente, un joven hipster que teclea en su
pequeño MacBook dorado. Parece contento.
Cuando ya estoy listo para marcharme, Lila sigue sentada en el mismo sitio. Ya no tiene la
barbilla apoyada en la mesa. Está jugando con un cochecito morado sobre la superficie y haciendo
efectos de sonido y todo con la boca.
—Hola, Lila. ¿Te acuerdas de mí? —le pregunto.
Me mira con su carita redonda y asiente.
—Genial. ¿Quieres venirte conmigo mientras tu hermana trabaja? Iremos a mi casa un ratito. Me
encantaría presentarte a una amiga mía. —Me agacho hasta su nivel y ella vuelve a mirar su coche.
—Vale —dice, y su voz es suave pero nítida.
Posey me llama y le digo a Lila que ahora mismo vuelvo a por ella.
Cuando acudo a su llamada, veo que Posey tiene la cara muy seria.
—Sabes cuidar niños, ¿verdad? Es muy pequeña, y confío en ti, de lo contrario jamás la dejaría a
solas contigo, pero ¿sabes cuidar niños? ¿Qué hacer si tiene hambre? ¿O si se cae y se rasguña la
rodilla? —dice en un tono grave de madre—. Tienes que llevarla de la mano por la calle, en todo
momento. Y sólo come patatas fritas y tostadas con mantequilla de cacahuete.
Asiento.
—Patatas fritas y tostadas con mantequilla de cacahuete en todo momento. Cogerla de la mano.
No dejar que se caiga. Es demasiado joven para hacerme los proyectos de la facultad. Creo que lo he
pillado todo. —Le sonrío, y ella suspira y me devuelve el gesto.
—¿Estás seguro? —vuelve a preguntarme.
—Seguro.
—Llámame si necesitas lo que sea —dice.
Asiento y le prometo mil veces que todo irá bien. Lo que no le digo es que me he dejado el móvil
en el apartamento, pero voy a ir directo allí, así que no quiero que se preocupe aún más, si es que eso
es posible.
Posey le explica a Lila que tiene que trabajar un rato y que después la recogerá en mi casa. A Lila
no parece importarle lo más mínimo.
Cuando me despido de Aiden, veo que tiene una marca morada justo por encima del cuello de la
camisa. Se me revuelven un poco las tripas e intento no imaginarme la clase de mujeres que se lleva a
casa.
De camino a mi apartamento, Lila me da la mano y señala y pronuncia la marca de todos los
autobuses, coches de policía y ambulancias que pasan. Cualquier vehículo con luces es una
ambulancia para ella.
El camino se me hace corto, y ella no para de hablar, aunque a veces me cuesta entender alguna de
las cosas que dice. Miro a mi alrededor y me da la sensación de que hay un montón de mujeres en la
calle hoy. O es eso, o es que las mujeres se fijan más en los hombres con niños. Me han sonreído y
saludado más veces en los últimos veinte minutos que en todo el tiempo que llevo en esta ciudad. Qué
curioso. Es como en esa película de Owen Wilson en la que su amigo utiliza a su perro para captar la
atención de las mujeres.
Aunque supongo que es mejor que no compare a los niños con los perros.
Cuando llego a mi edificio, dejo que Lila pulse el botón del ascensor y cuento los segundos que
éste tarda en llegar a mi planta. Espero que Nora siga aquí.
Al entrar por la puerta, oigo que la tele está encendida. Pau continúa en el sofá, con el pelo
recogido en una cola de caballo alta. Sigue pareciendo cansada cuando se incorpora para recibir a
nuestra invitada. Me doy cuenta inmediatamente de que está sola.
—Uy, ¡hola! —dice sonriéndole a Lila.
La niña la saluda con la mano y se saca un cochecito azul del bolsillo de sus pequeños vaqueros.
—Es la hermanita de Posey. He de cuidarla durante la próxima hora y media o así.
Esto parece espabilar un poco a Pau. Sonríe de oreja a oreja y saluda a la pequeña con la mano.
—¿Cómo te llamas?
Lila no le contesta. Se limita a sentarse en el suelo y empieza a jugar con el coche sobre nuestra
alfombra estampada mientras hace ruiditos y lo conduce por las líneas.
—Es preciosa —apunta Pau.
Asiento.
—Voy a poner mi móvil a cargar y al cuarto de baño un momento. ¿Puedes vigilarla mientras
tanto?
Intento que no se note demasiado cuando inspecciono la habitación en busca de Nora por segunda
vez.
—Claro —responde Pau, y yo me voy a mi cuarto y conecto el teléfono al cargador.
Mi cama está deshecha y mi portátil está en el suelo, al lado de la cama, con la tapa levantada.
Menos mal que no lo he pisado con el ajetreo de esta mañana. Espero un par de minutos a que mi
móvil se encienda para enviarle a Posey un mensaje y decirle que hemos llegado bien, que la niña no
se ha caído y que no hemos tenido ningún problema en absoluto.
Pero cuando mi móvil se enciende, veo que tengo un mensaje de Nora.
Por favor, no le digas nada a Pau. Bastante tiene ella con sus dramas. :/
Le contesto y le pregunto adónde ha ido.
Al cabo de unos segundos sigo sin recibir respuesta, así que le escribo a Posey y dejo el móvil
cargando un rato más. Me asomo a la sala de estar y, después, me dirijo al cuarto de baño y cierro la
puerta. Mientras me lavo las manos, la puerta se abre y Nora aparece en el espejo.
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