Cuando salgo del bar, Dakota está en la acera, levantando el brazo para parar un taxi. Corro a su lado
y le bajo la mano.
—No me toques —me espeta. Una nube de vaho sale de su boca. Hace frío.
La suelto y me planto delante de ella. Se cruza de brazos en actitud defensiva.
Empiezo a explicarme de inmediato. O, al menos, lo intento.
—No es lo que crees —le digo atropelladamente.
Ella se da la vuelta. No va a dejar que me explique. Nunca lo ha hecho.
La cojo del brazo con suavidad pero me rechaza con todo el cuerpo como si la estuviera quemando. Ignoro sus miradas castigadoras mientras la gente pasa junto a nosotros y por delante d e ella.
—¡Y una mierda! —grita—. ¿Me tomas por imbécil, Landon?
El aliento le huele a alcohol y le cuesta enfocar la mirada. Lleva encima unas cuantas. ¿Cuándo ha empezado a beber así? En realidad, ¿cuándo ha empezado a beber?
Para mí, vuelve a tener dieciséis años y a llevar el pelo rizado recogido en un moño alto. Lleva los pantalones cortos de gimnasia y unos calcetines largos con rayas rojas en la parte de arriba. Está sentada en su cama, con las piernas cruzadas. Estamos comiendo pizza y mirando folletos de
universidades. Por una vez, no hay nadie en su casa. Su padre se ha ido. Carter ha salido con Jules. Me cuenta que nunca se ha emborrachado pero que le encantaría hacerlo.
Su primer experimento no salió como ella esperaba: el alcohol no sabe tan bien como dicen los personajes de «Gossip Girl». Diez minutos y tres tragos de vodka más tarde, estaba abrazada a la taza del váter jurando que no iba a volver a beber mientras yo le sujetaba el pelo. Antes de guardar de
nuevo la botella en el congelador de su padre, tiré la mitad y añadí agua, pensando con toda la
ingenuidad del mundo que, si diluía el vodka, también diluiría su rabia.
Por lo visto, el vodka no se congela, pero el agua sí. A la mañana siguiente, Carter vino al
instituto con un ojo a la funerala y las costillas molidas por culpa de mi error.
No volví a cometerlo.
—Es amiga de Pau —digo—. Apenas la conozco. Sé lo que parece...
Dakota me corta sin mirarme siquiera.
—¡Lleva semanas hablando de ti sin parar! —replica casi a gritos, con un latigazo final—. «¡Es muy mono!» —se mofa imitando la voz aterciopelada de Nora.
Otros viandantes se nos quedan mirando y trato de tranquilizarla. Un chico con un gorro de lana me observa con cara de «Ojalá pudiera salvarte, colega», cogido del brazo de su novia. Su novia, que no le grita y no parece odiarlo. Es un tipo con suerte.
Intento defenderme, pero sólo balbuceo:
—No sé qué te habrá estado contando, pero no he...
Dakota levanta la mano para hacerme callar. Lleva un vestido ajustado que se le ha enrollado en las caderas y le deja al descubierto la línea que separa la parte fina de las medias de la tupida. Cuanto más se mueve, andando arriba y abajo por la acera, más sube el vestido. Ella no parece darse cuenta,
y yo disfruto con las vistas.
Tras unos segundos más de paseo, se vuelve hacia mí con los ojos como antorchas. Se ha acordado de algo:
—¡Madre de Dios! ¡Te ha besado! ¡Nos lo ha contado todo!
Da otro par de vueltas por la acera y choca con un hombre que pasea a un san bernardo.
—¡Estaba hablando de ti! ¡Se ha pasado todo este tiempo hablando de ti!
Joder, ¿Nora ha estado contándole con todo lujo de detalles cada uno de nuestros encuentros?
Dakota vuelve a llamar a un taxi con la mano.
—¡No te acerques a mí! —me advierte cuando le toco el codo para que no se caiga.
No he dicho nada, y sé que tengo que andarme con pies de plomo. No esperaba que las dos
estuvieran compartiendo anécdotas sobre un servidor. No pensaba que a Nora le gustara lo suficiente
como para que les hablara de mí a sus amigas y, aunque así fuera, nunca me habría imaginado que
Dakota fuera su compañera de piso. ¿Cómo es posible q ue el mundo sea tan pequeño?
—Voy contigo. ¿Cuánto has bebido? —le pregunto.
Me lanza llamaradas con la mirada. Juraría que tiene los ojos incandescentes, al rojo vivo. No hay
respuesta. Tampoco la esperaba.
Por esta parte de Brooklyn, los taxis brillan por su ausencia, por eso le digo:
—Voy a pedir un Uber. Indicaré que te deje en tu casa. —Me meto la mano en el bolsillo para sacar el móvil.
No me lo impide. Buena señal.
Mientras esperamos a que llegue el coche, decido mantener la boca cerrada. Va a ser imposible
razonar con ella mientras estemos rodeados de gente. Todo esto no es más que un malentendido y
necesito estar a solas con ella y un poco de silencio para poder explicárselo.
Tras tres minutos de silencio, Daniel se acerca con su Prius azul y su valoración de cinco
estrellas. Pongo las manos en los hombros de Dakota y la guío hacia el coche. Huye de mí y se
tambalea al bajar de la acera para subir al coche por la otra puerta. Gruñe y farfulla que no la toque y
yo doy un paso atrás y subo por la puerta del lado contrario.
Va a ser una noche muy larga. Introduzco mi dirección, no la suya, en la aplicación. Estoy seguro
de que no querrá ver a Nora, aunque sé que le va a sentar mal.
—¿Qué tal la noche? —pregunta Daniel.
Dakota lo ignora, se lleva la mano a la mejilla y la pega a la ventanilla.
—Bien —miento.
No hay por qué meterlo en esto. Parece buen tipo, y su coche huele a caramelo.
—Me alegra oírlo. Empieza a hacer frío. Hay agua, por si tenéis sed, y también tengo cargador para el móvil —nos ofrece.
Ahora entiendo por qué le han dado cinco estrellas.
Miro a Dakota y pienso que a lo mejor quiere agua, pero no parece que nada de lo que hay en este
coche le interese.
—Estamos bien, gracias —respondo.
El conductor mira por el retrovisor, lo ha entendido. Sube un poco el volumen de la música y
conduce en silencio el resto del trayecto. Yo también voy a darle cinco estrellas.
—¿Dónde le has pedido que nos deje? —Tras varios minutos en el coche, Dakota vuelve a
dirigirme la palabra.
Miro por la ventanilla. Acabamos de pasar por Grind y estamos a mitad de camino de mi
apartamento.
—En mi piso. No sé dónde vives —le recuerdo.
No lo sé porque casi no hemos hablado desde que llegué a la ciudad y ella nunca se ha dignado
invitarme a su casa. ¿Tiene derecho a ponerse como se ha puesto porque me haya visto con Nora, si
es que nuestra cita puede llamarse así? Me parece que Dakota está actuando de un modo totalmente
irracional, y no merezco el trato de silencio.
Dakota resopla pero no rechista. Imagino que es porque yo estaba en lo cierto y no le apetece ver
a Nora ni a las otras compañeras de piso, que han sido testigos de la incómoda conversación en el
bar. No sé por qué, me parece que en ese piso todas son amigas y enemigas a la vez, ese tipo de
relación que Pau me explicó una vez mientras nos dábamos u atracón de «Pequeñas mentirosas».
«Pau... Ahhh... La he dejado tirada.» Cojo el móvil y le envío un mensaje para pedirle perdón.
Cuando Dakota me mira de medio lado, pensando que le estoy escribiendo a Nora, le digo manso
como un cordero:
—Sólo es para decirle a Pau que me he ido...
Daniel de las cinco estrellas nos deja en mi apartamento y me dirige una mirada comprensiva
cuando estoy saliendo del coche. Me apresuro a sacar la cartera y le doy un billete de cinco. Dakotatarda un segundo en bajar del coche y dar un portazo mientras yo subo a la acera.
—Deja que te ayude. —Me ofrezco a cogerle e l bolso gigante c on el que se está peleando.
Se le han enredado las asas de cuero marrón en el brazo. Se encoge de hombros y se queda quieta.
Me apresuro a desenredar las asas, evitando tocarla, y, cuando la libero, insisto en llevar yo el bolso.
No le apetece, pero se apoya en mí mientras caminamos hacia la puerta de mi edificio. El musgo que
crece en las paredes de ladrillo parece más denso esta noche, más sofocante.
Dakota se suelta y tropieza con la puerta. La abro y la sostengo para que ella pase primero.
Suspira de alivio cuando entramos en el portal con calefacción. Mi apartamento no tiene portero ni
ningún tipo de medida de seguridad, pero está limpio, y los pasillos por lo general huelen a
desinfectante. No sé si es bueno, pero hay cosas peores.
Avanzamos en silencio por el pasillo y me doy cuenta de que ella tampoco ha estado nunca en mi
casa. Cuando me vine a vivir aquí, quedamos un día para cenar en mi apartamento, sólo para hablar y
ponernos al día, pero lo canceló en el último momento. Yo ya tenía la cena hecha, cuatro platos. Pau
me había ayudado a prepararla. Había recorrido todas las tiendas de Brooklyn en busca de su
refresco favorito, gaseosa azul en botella de cristal. Tardé una hora en encontrarlo. Tuve que
contenerme para no bebérmelo antes de que llegara. Bueno, me bebí dos, pero guardé cuatro para
ella.
Los zapatos planos de Dakota chirrían contra el suelo de hormigón. No recuerdo haber tardado
nunca tanto en llegar a mi apartamento. El ascensor se está tomando su tiempo.
Cuando por fin estamos ante mi puerta, abro y Dakota me empuja para pasar primero. Dejo su
bolso en la mesa y me quito los zapatos. Ella sigue andando hasta que está en el centro de la sala.
La sala de estar parece mucho más pequeña con ella dentro. Es como una tormenta de olas y de
rabia, una belleza cogiendo carrerilla. Llena el pecho de aire y lo suelta con un rítmico enfado.
Doy un paso hacia ella, derecho al ojo del huracán. No debería saber cómo acercarme a ella. No
debería recordar cómo hablar con ella ni cómo tranquilizarla.
Pero me acuerdo.
Recuerdo cómo acercarme a ella lentamente y rodear su cintura con los brazos. Cuando lo hago,
deciden protegerla, intentando ampararla de todo y de todos. En este caso, de mí.
Mis dedos deberían haber olvidado cómo levantarle la barbilla orgullosa para que me deje
mirarla a los ojos. Pero no lo han hecho, no pueden hacerlo.
—Tenemos que hablar de lo ocurrido —susurro en medio de la tensión que nos separa.
Dakota respira hondo e intenta desviar la mirada. Flexiono las rodillas para colocarme a su altura.
Vuelve a mirar hacia otra parte, pero me niego a rendirme, no sin que me escuche primero.
—Conocí a Nora hace tiempo, en Washington —empiezo a contarle.
—¿En Washington? ¿Tanto tiempo hace que estás con ella? —Hipa al final de la pregunta y luego
se libera de mi abrazo.
¿Debería ofrecerle algo de beber? No me parece el mejor momento, pero el hipo significa que
uno va a vomitar a continuación, ¿no?
¿Dónde lo he leído?
Éste es uno de esos instantes en los que me gustaría saber más sobre el alcohol y sus efectos en el
organismo.
Dakota tropieza con una pila de libros de texto que hay en el suelo y, tambaleándose, da unos
pasos en dirección al sofá. Como más vale prevenir, pienso en ir a por un vaso de agua.
—No, no, no —replico negando con la cabeza—. Vino un par de veces porque sus padres viven
muy cerca de mamá y Ken.
Sé que suena a trola, pero no lo es.
—Apenas la conozco. Solía preparar galletas con mi madre, y ahora ella y Pau son amigas...
—¿Con tu madre? ¡¿Conoce a tu madre?! —aúlla Dakota.
Todo lo que digo hace más profundo el agujero en el que me estoy metiendo. De cabeza.
—No, bueno..., sí —suspiro—. Ya te lo he dicho: nuestros padres son vecinos. No es que la
hayamos invitado a cenar con nosotros ni nada parecido.
Espero que comprenda que no es lo que ella cree que es.
Dakota vuelve la cabeza y examina la sala de estar. Observo cómo se sienta en el sofá, cerca de la
puerta. Me quito la chaqueta y la cuelgo del respaldo de una silla. Extiendo la mano para coger la
chaqueta de Dakota, pero no lleva. ¿Cómo no me he dado cuenta? Recuerdo haberle mirado los
muslos y las medias, el modo en que el vestido se le marca en el cuerpo. No estoy acostumbrado a
verla así vestida, con ropa tan ajustada.
¿Es ésa mi excusa por haber sido un pervertido que ni se ha dado cuenta de que no llevaba
chaqueta? Tampoco se me ha pasado por la cabeza ofrecerle la mía. ¿Qué me está pasando?
Mientras espero su respuesta, me acerco al termostato y lo subo. Con suerte, le entrará sueño. Me
meto en la cocina y lleno un vaso de agua para cada uno.
Cuando vuelvo, veo que menea la cabeza y mira la pared, conteniéndose.
—No sé por qué, pero te creo. ¿Hago bien? ¿Tan rápido? ¿Así, sin más?
Apoya la mejilla en el brazo y se queda mirando al infinito.
—No pensé que me fuera a importar que salieras con alguien —confiesa.
Sus palabras me pillan por sorpresa y, mientras las sopeso, algo cambia en mi forma de pensar.
Imagino que lo he visto desde el comienzo de la casi pelea de chicas: estaba enfadada porque estaba
con Nora. Y yo que pensaba que el cabreo era porque le había mentido sobre mis planes para esta
noche... Lo primero que se me ha pasado por la cabeza no ha sido que se le hacía raro verme con
otra, aunque en realidad no esté con nadie. No se me había ocurrido porque no tiene sentido. Ella fue
la que rompió conmigo hace más de seis meses y no me ha dado ni la hora desde entonces.
Una parte de mí quiere gritarle: «Y ¡¿eso qué lógica tiene?!». Aunque otra parte me recuerda que
debe de sentir que su comportamiento está justificado por algún motivo. Hago lo posible por verlo
desde su perspectiva antes de decir nada o de hacer nada porque sé que, si abro la boca, sólo
empeoraré las cosas. Sobre todo si lo veo únicamente desde mi punto de vista. Si pienso en mí. Yo
también estoy enfadado. ¿Se cree que, después de seis meses, puede gritarme por salir con alguien
con quien ni siquiera estoy saliendo? Eso es lo que quiero decirle, que se equivoca y que yo tengo
razón, ¡y que estoy cabreado! Pero ése es el problema con los arrebatos, que si lo suelto me sentiré
bien un instante y luego me sentiré como un mierda. La ira no es una solución porque sólo crea más
problemas.
Sin embargo, una parte de mí quiere hablar. Pero me callo y bebo agua.
Sé lo que es la ira.
El tipo de ira que yo conozco no es esa punzada en el pecho que uno siente al ver a su ex con otra.
Mi experiencia con la ira no consiste en cabrearse porque el vecino te ha rayado el coche al salir del
garaje. La ira que yo conozco te parte en dos cuando ves cómo le revientan el ojo a tu mejor amigo
porque ha oído en el bar que lo han visto poniéndole ojitos tiernos a otro chico.
La ira que yo conozco repta por tu interior y te convierte en lava que bulle lentamente mientras
desciende por las colinas y asola la ciudad. Es cuando los cardenales de tu amigo tienen forma de
puño y no puedes hacer nada al respecto sin causar más destrucción.
Cuando has sentido ese tipo de ira, es muy muy muy complicado perder la calma por
menudencias. Nunca he sido capaz de echar más leña al fuego. Siempre he sido el agua que extingue
las llamas, la salvia que cura las quemaduras.
Los problemas insignificantes van y vienen, y siempre he evitado las confrontaciones a toda
costa, hasta que no puedo soportarlo más o hasta que es imposible mirar hacia otro lado. Las peleas
se me dan fatal, soy incapaz de discutir. Mi madre siempre dice que tengo un don, una empatía
tremenda, y que eso puede pasar rápidamente a ser un defecto y no una virtud.
No puedo evitarlo, no soporto ver sufrir a nadie, aunque para impedirlo tenga que sufrir yo.
Me está costando entender el cabreo de Dakota... Pero al fin rompe el silencio.
—No estoy diciendo que no puedas salir con nadie... —comienza a explicar.
Me siento en el reposabrazos, lo más lejos de ella que puedo.
—Pero no tan pronto. No estoy lista para que empieces a salir con alguien —añade, y le da un
buen trago a su vaso de agua.
«¿Tan pronto?» Ya han pasado seis meses.
Por su expresión, sé que lo dice en serio. Y no sé si debería ponerle los puntos sobre las íes o
dejarlo estar. Está borracha, y soy consciente de que ha estado muy estresada con lo de la escuela de
ballet y todo eso. Sé escoger mis batallas, y ésta no me parece tan importante como para convertirla
en una guerra.
Lo que me pide no es justo ni de lejos, y me frustra lo poco que me ha costado volver a
representar mi papel. La estoy consintiendo..., ¿tan malo es eso? Nos estamos comunicando. No hay
gritos. Nadie pierde el control. Quiero seguir así. Si va a contarme sus secretos, quiero escucharlos.
—Y ¿cuándo estarás lista para verme con alguien? —le pregunto en voz baja.
Se sienta derecha, a la defensiva. Lo sabía. La miro fijamente, diciéndole con la mirada que no
tiene por qué enfadarse, que sólo estamos hablando. No la estoy juzgando.
Relaja la espalda.
—No lo sé. No lo he pensado. —Se encoge de hombros—. Imaginaba que tardarías más tiempo
en olvidarte de mí.
—¿Olvidarme de ti? —pregunto preocupado por la cordura de esta mujer.
¿Qué le hace pensar que puedo olvidarla? ¿Un beso con Nora? La chica que tengo delante nunca
me ha dado la opción de olvidarla. Aunque ojalá no se hubiera enterado de lo del beso. No porque
quiera ocultarlo, sino porque, a veces, la ignorancia es una bendición.
Me mantengo lejos de ella, con dos cojines entre nosotros.
—No te he olvidado —digo con calma—, pero tampoco me has dado elección, Dakota. Casi no
me has hablado desde que te mudaste aquí. Rompiste tú conmigo, ¿no te acuerdas?
La miro. Tiene la vista fija en el suelo.
—Te mudaste aquí y dijiste que querías centrarte en ti, y lo entiendo. Te he dado el espacio que me
pediste y tú no has hecho nada para evitarlo. No has hecho nada por acercarte a mí. Siempre te llamo
yo y nunca me lo coges a la primera. Y ahora estamos aquí y tú te comportas como si yo fuera el
malo de la película porque he salido con otra chica.
¿Yo no iba a morderme la lengua y a dejarlo estar?
De verdad que no me apetece pelearme con ella. Sólo quiero comunicarme abierta y
sinceramente.
Me mira con decisión.
—Entonces ¿sí que era una cita?
Me frustra que, de todo lo que he dicho, sólo se haya quedado con eso. Estoy intentando
encontrarle alguna lógica a sus acusaciones, pero juego en desventaja porque no sé qué le ha estado
contando Nora. Llevo toda la noche repitiéndole que no estamos saliendo juntos, pero no me escucha.
Y ahora me viene con la novedad de que no quiere que salga con nadie por ahora.
Si yo estuviera en su lugar, la creería. La conozco bien y sé que no me mentiría. Está
complicándolo todo. ¿Por qué está complicándolo todo?
—Deja de mentirme —dice agitando las manos. Las pulseras de metal chocan entre sí—. Lo
comprendo, Landon. Es muy guapa, es mayor, va a por lo que quiere, y eso a los hombres os gusta. A
ti eso te gusta y, en lo que a mí respecta, una vez más han preferido a otra.
Puedo quedarme callado y dejar que ella sola se lo guise y se lo coma o puedo morderme la
lengua y recordar que está borracha, molesta, y que ha estado bajo mucha presión últimamente.
Con un suspiro, me bajo del reposabrazos y me arrodillo en la alfombra, delante de ella. Alzo la
mirada con gesto estoico.
—Nunca te mentiría a la cara sobre algo así. Te estoy diciendo la verdad.
Tiene las manos en el regazo. Se las cojo entre las mías. Están frías y me traen recuerdos. Vuelvo
a cuando teníamos quince años y nos estábamos comiendo a besos en el jardín de atrás. Tenía las
manos heladas y las metió debajo de mi camiseta para calentárselas con mi estómago. Nos besamos y
volvimos a besarnos sin poder parar. Cuando regresamos a casa, estábamos congelados pero nos
daba igual. Nos daba absolutamente igual.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dice con ternura, y me derrito por dentro.
Se me cae la baba.
Me pierde.
De siempre.
—Las que quieras.
Dakota respira hondo y retira una mano para apartarse el pelo de la cara. Vuelvo la otra mano y
dibujo las líneas de su piel, la cicatriz. Se tensa un instante y noto el dolor que su recuerdo le inspira.
—¿Me echas de menos, Landon?
Sus manos son suaves y ligeras.
Este momento me resulta familiar y desconocido a la vez. ¿Cómo es posible?
¿La echo de menos?
Pues claro que la echo de menos.
La he echado de menos desde que me mudé a Washington. Le he dicho lo mucho que la he echado
de menos. Le he dicho lo mucho que la echaba de menos muchas más veces de lo que ella me ha
expresado nada parecido.
Me acerco un poco más y estrecho sus manos mientras le devuelvo la pregunta:
—¿Me echas tú de menos? —Luego continúo sin darle tiempo a contestar—: Tengo que saberlo,
Dakota. Creo que salta a la vista lo mucho que te echo de menos. Llevo echándote de menos desde que
me fui de Michigan. Te echaba de menos antes y después de cada una de tus visitas. Yo diría que el
hecho de que me viniera a vivir a la otra punta del país para estar contigo demuestra lo mucho que te
echaba de menos.
Se queda asimilando mis palabras un instante. Me mira un segundo y luego mira más allá. El
tictac del reloj marca el paso del silencio.
Por fin se decide a hablar.
—Pero ¿me echabas de menos a mí o sólo a la idea de mí, a lo que resultaba seguro? Porque a
veces sentía que era incapaz de hacer nada sin ti, y lo odiaba. Quería demostrarme que sabía cuidar de
mí misma. Cuando Carter murió, me aferré a ti y, el día en que me dejaste, me quedé sin nada. Eras
mi refugio y lo perdí. Entonces dijiste que te vendrías a Nueva York a vivir conmigo y sentí que iba a
quedarme atrapada en ese refugio contigo. Que iba a ser una niña por toda la eternidad. Que, contigo
a mi lado para rescatarme, en mi vida no habría lugar para la aventura ni para lo inesperado...
Sus palabras me abrasan mientras intento digerirlas. Golpean mi parte más insegura, esa vocecita
que se preocupa de lo que los demás piensan de mí. No quiero ser el muermo. Llevo veinte años
siendo un buen chico, incluso cuando no es fácil serlo, y sigo sin entender por qué las mujeres
prefieren el drama a la normalidad.
Sólo porque un hombre no le parta la cara a un tío por intentar ligar contigo no significa que no
te quiera. Sólo porque un hombre no se empeñe en aislarte o no te mire mal cuando hablas de otro
chico no significa que no le intereses o que no tenga sangre en las venas. Significa que sabe contener
su temperamento, que te respeta y que sabe ser una persona capaz de convivir en sociedad. Que
entiende que todo el mundo necesita su espacio y que toda mujer necesita poder desarrollarse y
mantener su independencia.
Nunca entenderé por qué los buenos chicos lo tienen tan crudo.
No obstante, si uno se para a pensarlo, los chicos buenos acaban siendo los maridos. Las mujeres
pasan por una fase de prueba y error con los chicos malos, pero al final casi todas aspiran a cambiar
la moto por un Prius.
Ése soy yo.
La versión humana de un Prius.
Dakota es un Range Rover: robusta, lujosa y toda una belleza.
Nora es un Tesla: nuevo, rápido y elegante, con curvas de vértigo y garantía de...
—Hasta que rompí contigo —continúa Dakota—. Entonces llegó la aventura. Estaba sola para
descubrir la ciudad y todas sus complicaciones...
«¿Qué demonios me pasa?»
Aquí estoy, a pocos centímetros de ella, con sus manos en las mías. No debería estar pensando en
Nora. Es el peor momento para pensar en Nora, en que es imposible no perderse en sus ojos y en el
modo en que su labio inferior sobresale más que el superior.
Entonces lo comprendo: pensar en Nora es menos complicado que intentar entender la lógica de
las emociones de Dakota. No sé qué decirle ahora mismo a mi ex. Me está soltando que hice
demasiado por ella, que en cierto modo le impedía hacer nada por sí misma, y me da tanto miedo
cabrearla que no se me ocurre nada que decir. Es evidente que no puedo destacar que yo no la metí en
una caja. Que yo era un refugio pero no una prisión. No a propósito, al menos. Que lo único que
quería era ayudarla en todo lo posible, a ella y a su hermano.
Se revuelve en el sofá y se sienta sobre los pies sin soltarme las manos, esperando mi respuesta.
Lo único que puedo decirle es la verdad, aunque intentando enfadarme lo menos posible.
—No esperarás que te pida perdón por haber sido demasiado bueno contigo, ¿verdad?
Sus manos siguen entre las mías. Retira una para colocarse un mechón detrás de la oreja y me
mira a los ojos.
—No. —Suspira y se humedece los labios con la lengua—. Sólo digo que, en ese momento,
necesitaba pasar un tiempo sin ti, sin nosotros —explica moviendo nuestras manos hacia ella y hacia
mí.
«¿En ese momento?» Está hablando en pasado, como si la ruptura fuera algo que estamos...
¿superando? ¿Olvidando?
La miro a los ojos.
—¿Qué quieres decir? ¿Que no necesitas más tiempo?
Se muerde el labio y se queda pensando.
Lo más raro de todo esto es que no sé cómo sentirme al respecto. Si hubiésemos tenido esta
conversación hace una semana, mi reacción habría sido distinta. No sería tan reticente. Me habría
hecho feliz, estaría agradecido y emocionado. Ahora se me hace raro. No es como debería ser.
Dakota no contesta, y su respuesta me va a resultar forzada por el modo en que examina la
habitación con la mirada y por cómo respira hondo, demasiado hondo como para que sean buenas
noticias.
—¿Me traes otro vaso de agua? —pregunta, guardándose la respuesta.
Asiento, me levanto y la miro a los ojos una vez más, aguardando su contestación. La mitad de mi
cerebro me dice que debería volver a preguntárselo, que debería asegurarme de que no quiere
cambiar la situación de nuestra relación. ¿Volveríamos a ser lo que éramos? ¿Cuántos días tardaría en
caer de nuevo en mis brazos y olvidar sus ganas de libertad y aventura?
Cojo su vaso y, una vez en la cocina, abro el pequeño cajón que hay junto a la nevera, donde
guardo el paracetamol. Si el hipo y los pasos tambaleantes son un indicativo de cuánto ha bebido, lo
va a necesitar por la mañana. Abro el frasco, dejo caer tres pastillas en la mano y lleno el vaso de
agua. Hay un molde de tarta en el fregadero. Al lado, en la encimera, está la tarta con flores y
cobertura púrpura que Pau y ella han preparado antes.
Nora ha dejado su huella en todo mi apartamento.
Me pregunto si vale la pena cortar un pedazo y comérmelo antes de volver a la sala de estar con
Dakota. Podría cortar un trozo para cada uno, aunque dudo que se lo coma: está a dieta y todo eso.
Levanto un poco el plástico que cubre la tarta y recojo un poco de cobertura con el dedo.
Dakota entra en la cocina justo cuando me meto el dedo en la boca.
«Mierda.»
—¿En serio, Landon? —Sus labios dibujan una sonrisa. Me apoyo en la encimera y me vuelvo
hacia ella. Veo que mira primero la tarta y luego a mí.
Sólo puedo encogerme de hombros y sonreír.
Cojo el vaso de agua y se lo ofrezco. Lo inspecciona un momento, pensando en algo que decir,
estoy seguro. A continuación, bebe un poco de agua y yo me vuelvo hacia la deliciosa tarta de nuevo.
—Siempre has sido un goloso con poca fuerza de voluntad —dice en un tono tan tierno y dulce
como la cobertura que tengo en la lengua—. Eres irresistible.
—Hay muchas cosas a las que no puedo resistirme. —Miro a Dakota y ella se mira los pies
descalzos.
Cojo con los dedos un pequeño pedazo de tarta. Las migas y un pegote de cobertura caen en la
encimera. Miro a Dakota de nuevo e intento quitarle intensidad a la conversación.
—Al menos, ahora hago ejercicio —bromeo.
Era un niño regordete. De pequeño, siempre estaba más rechoncho que los demás. Era culpa de la
afición de mi madre por la repostería y de mis pocas ganas de salir a jugar a la calle. Recuerdo que
prefería estar en casa, quería quedarme allí los fines de semana para estar con mi madre. Comía
muchos dulces y no era todo lo activo que debería ser a mi edad, y cuando el médico habló con mi
madre sobre mi peso, me dio tanta vergüenza que me negué a volver a escuchar una conversación
como aquélla. Seguí comiendo como siempre, pero me volví más activo. Me daba palo pedirle ayuda
a mi tía Reese, pero al día siguiente apareció con una bicicleta estática en el maletero de su coche y
unas pesas en las manos. Recuerdo que me partí de risa al ver las mallas rosas y amarillas típicas de
los ochenta, con calentadores a juego.
A pesar de que parecíamos la extraña pareja, nos pusimos en forma. Mi madre también se apuntó,
por diversión, aunque a ella no le hacía falta. Reese siempre había sido más rellenita que mi madre,
pero se volvió una máquina y los dos perdimos peso. Fue feliz el día que pudo abrocharse un vestido
que había visto en una tienda cara y con el que llevaba soñando un año entero. Yo me sentía genial
por no tener sobrepeso encima, por haberme librado del lastre.
Cuando Dakota empezó a darse cuenta de que el gordito de al lado ya no estaba tan fondón, iba
que no tocaba el suelo. El problema era que a mis compañeros no les bastaba con que hubiera
perdido peso. Perdí demasiado y no gané nada de músculo, as que pasé de ser Landon el Gordo a
Landon el Flaco.
Primero estaba demasiado obeso, luego demasiado delgado. Nada iba a complacer a esos cretinos
abusones. En cuanto me olvidé de ellos, todo fue más fácil.
—¿En qué piensas? —pregunta Dakota.
Me coge la muñeca con los dedos para que baje el brazo. Ahora tiene las manos calientes. Su
cuerpo se pega al mío y apoya la cabeza en mi pecho. Bebe otro sorbo de agua y deja el vaso en la
encimera.
Lo sé, aún no he contestado. Es que no sé qué decir porque ella no me ha respondido cuando le he
preguntado si quiere que volvamos a estar juntos.
¿Se lo pregunto otra vez o espero a ver adónde quiere llevar la conversación?
Bebo un poco de agua y decido esperar. No me fío de mi boca, podría soltar cualquier estupidez.
No se me da bien saber lo que tengo que decir o cuándo debo decirlo. No soy el tipo duro que se
reclina en la encimera y suelta impasible: «Estaba pensando en que deberíamos volver y cabalgar
juntos hacia la puesta de sol y ser felices para siempre, muñeca».
Puaj. Hasta en mis fantasías soy un muermo.
No sé mantener la mirada cuando estoy nervioso porque no me ha contestado. Se me da fatal lo de
ser un tipo duro.
Seguro que de eso puedo culpar a mi padre. Llevo mucho tiempo esperando con paciencia que
llegue el momento de poder usar como excusa que mi padre falleciera demasiado pronto para
enseñarme a ser un hombre. Se me pasa la idea por la cabeza, pero es del todo falsa e irracional. No
fue culpa suya, sigue sin serlo, pero quiero poder echarle la culpa a alguien.
Si hubiera tenido a un hombre con el que poder tratar cuando era un adolescente, que me hubiera
enseñado a hablar con las mujeres, sabría qué decir. Seguro que le doy mil vueltas a todo por su
culpa.
—Landon —dice Dakota en un susurro, como si hubiera tomado una determinación. Y yo aquí,
pasmado, decepcionado porque no me ha salido bien lo de echar las culpas.
—Dakota —le contesto, y ella apoya su mejilla en mi pecho.
Le aparto el pelo de la cara y acaricio sus gruesos rizos con los dedos. Me he pasado horas,
seguramente días, acariciando estos mechones, tranquilizando a esta chica. Una de las cosas que más
me gustan de ella es su pelo. Se aferra a la espalda de mi camisa y casi puedo oír crujir la tela
almidonada. Nunca jamás volveré a planchar bajo la atenta mirada de Pau. El día que planché esta
camisa, se me fue la mano con el almidón.
Dakota me abraza con más fuerza, y le beso la coronilla.
Suspira y se derrite en mi pecho.
—Menuda he montado —dice en voz baja.
Mantengo una mano en la encimera para no caernos y, con la otra, la abrazo.
—Me muero de la vergüenza —añade—. Pues claro que no estáis saliendo.
Mi brazo se tensa. Hay algo en el modo en que ha dicho esa última frase que me sienta mal. ¿Lo
dice porque la estoy abrazando en la cocina?, ¿porque, si estuviera saliendo con alguien, no la
abrazaría? ¿O es que no me ve saliendo con alguien como Nora?
Sea como sea, me recuerdo que no debe importarme. No estoy saliendo con Nora, y estoy seguro
de que ella no quiere salir conmigo. Desayuna pardillos como yo. He de dejar de pensar en ella. Ya
está.
Dakota despega la mejilla de mi pecho lo justo para decir:
—Me siento fatal.
—¿Por haber bebido demasiado o por haber montado el numerito?
—Ahhh —protesta contra mi pecho—. ¿Las dos cosas?
Le doy unas palmaditas en la espalda. Está agotada, cansada y prolongando la agonía. Levanta la
mirada hacia mí. Sus manos están en mi espalda, en la cintura de mis vaqueros. Tira de mi camisa
para sacarla de los pantalones. Noto su mano un poco fría contra la piel de la cintura. Los círculos
que traza con las puntas de los dedos son una tortura que se mezcla con el perfume a coco de su pelo.
Soy un hombre con una obsesión.
He estado antes aquí, sumergido en su perfume, en sus caricias. Noto sus dedos en mi cintura y
me adapto a su cuerpo. Estoy demasiado acostumbrado a esto. A ella. Es natural que vuelva a caer. Me
toca y sólo tengo ojos para ella.
—Vamos a tu habitación —dice en cuanto sus labios rozan los míos. Los deja ahí, apenas
tocándonos—. No hay nadie en casa, ¿verdad?
Pau no está.
Por un segundo, me siento culpable. Pau no está porque yo la he dejado tirada. Pero cuando
Dakota vuelve a besarme, con lengua, la culpa desaparece con rumbo desconocido.
Ya no tenemos que escabullirnos como cuando éramos unos críos. Nunca he podido follarme al
amor de mi vida en la intimidad de una casa vacía. Nuestros encuentros siempre han consistido en
besos a escondidas y gemidos ahogados, manos apresuradas y lenguas torpes. Nunca he podido
devorar su cuerpo con calma como soñaba con poder hacerlo. Quiero lamerlo entero, cada recoveco
de su piel de color caramelo, y dedicarle un rato extra allá donde más lo necesita. Quiero saborearla,
escuchar todos los sonidos que salen de su interior.
Ahora que tengo mi propio apartamento, podría llevarla a mi cama y hacerle todo lo que ansío
hacerle desde que éramos adolescentes. Recuerdo lo increíble que fue la primera vez que rodeó mi
polla con los labios. Pienso en la de veces que insistió en probar cosas. Entonces todo era muy
experimental, excitante, como de otro mundo, y nuestra lista de cosas favoritas que nos gustaba hacer
juntos pronto se llenó de sexo. Durante un tiempo, fue todo cuanto hacíamos, todo cuanto queríamos
hacer.
Las manos de Dakota se trasladan a la parte delantera de mi cuerpo, cerniéndose sobre mi obligo,
y la punta de sus dedos se desliza al interior de mis calzoncillos. Me empalmo con sus caricias, tan
duro que ni siquiera puedo resistirme. Es biología, ¿no? Hace meses que nadie me toca, excepto por
las breves caricias y el beso de Nora. Dakota demuestra que recuerda mi cuerpo cuando hunde el
índice en la piel sensible de la parte de arriba de mis caderas. Me aparto huyendo de las cosquillas. Se
echa a reír y me atrae hacia sí.
Está de mejor humor, pero tengo la sensación de que es como intentar apagar un incendio con una
manta. Tarde o temprano empezará a arder otra vez.
Tarde o temprano..., pero no ahora.
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