Empujo la pesada puerta de la cafetería y fuera me aguarda la noche. El móvil me vibra en el bolsillo
delantero
del pantalón. Las calles están
repletas de enormes bolsas de
basura que amenazan con
reventar y llenar de porquería las aceras. Todos los días lo mismo, pero no logro acostumbrarme a
ello. Manhattan debe de ser aún peor, con todas las tiendas y más de un millón y medio de personas
compartiendo las estrechas calles de un solo sentido y las estrechas aceras. Es imposible vivir en esta
ciudad si no quieres chocar contra los demás, que te piten los coches o que te tomen el pelo.
Me
asombra que se pueda meter
a tanta gente en pisos
enanos con ventanas enanas y
cocinas
enanas.
Las habitaciones de mi apartamento
son más
grandes de lo que esperaba.
El baño
es justo,
pero sabía que no podía permitirme vivir en Brooklyn en un sitio más caro que mi apartamento de
cuarenta y seis metros cuadrados.
Ken,
mi padrastro, nos ayuda con
parte del alquiler, pero llevo
ahorrando desde que encontré
trabajo y espero poder devolvérselo algún día, al menos en parte. No me siento cómodo con la idea
de que me ayude a pagar las facturas. Soy bastante responsable, en parte gracias a él y a sus sermones
sobre cómo manejar el dinero y los gastos de un estudiante. No me lo fundo en alcohol ni en salir
por
ahí. Pago
las facturas y, de vez
en cuando, me compro un
libro o entradas para un partido de
hockey.
Es indudable que tener un padre con un cargo importante en la universidad ha hecho cien veces
más fácil mi vida de estudiante. Me ha ayudado con todos los formularios, con todas las clases, y he
conseguido meterme en algunas que, en teoría, estaban llenas. Ken tiene mucha más influencia en la
WCU que en la Universidad de Nueva York, eso seguro, pero facilita mucho conocer el proceso de
admisión.
Pienso a menudo en cómo sería mi vida si mi madre y yo nos hubiéramos quedado en Michigan.
¿La habría dejado sola para venirme a vivir aquí con Dakota?
Creo que no me habría mudado si ella
no tuviera a Ken y a su grupo de amigas en Washington. Mi vida sería muy distinta si mamá no lo
hubiera conocido a él.
A
veces pienso que, salvo en
lo evidente, Nueva York no
es tan
distinto de Saginaw. El sol a
menudo sale poco en Manhattan, se reserva la luz de los residentes de la ciudad en una caja pequeña
de alguna playa de la costa Oeste. Me he acostumbrado tanto al cielo nublado de todas las ciudades en
las que he vivido que, cuando el sol brilla aquí, en Brooklyn, me duelen los ojos durante la media
hora
que tardo en llegar andando
al trabajo. Me compré unas
gafas de sol que no
tardé en perder.
Pero el sol sale tan a menudo en Brooklyn que creo que les daría mucho uso; es una de las razones
por
las que
elegí vivir aquí y no
en Manhattan. Este mes de
septiembre, los cielos
plomizos han
engullido los rascacielos. Cuanto más se aleja uno de ellos, más brilla el sol.
Un
bulto bajito y redondo cubierto
por abrigos superpuestos y sombrero
me adelanta por la
acera.
El hombre que hay debajo
empuja un carrito de la
compra repleto de latas de
aluminio y
botellas
de plástico. Lleva puestos unos
gruesos y desgastados guantes marrones
llenos de mugre
negra. De debajo de los cuadros escoceses rojos y verdes de su sombrero escapan mechones grises, y
tiene los ojos entornados. El tiempo y la adversidad lo han marchitado hasta casi quebrarlo. Mira al
frente, sin prestarme la menor atención, pero me parte el alma verlo.
Para
mí, lo
más difícil es la pobreza
que asola ciertas zonas de la ciudad.
Extraño a mi madre,
pero
lo que
más duro
me resulta es ver la
mirada triste y avergonzada en
el curtido rostro de un
hombre
de mediana edad sentado en
el suelo, apoyado contra la
pared de un banco, mendigando
dinero y comida en un cartón. Para ellos debe de ser aún peor, sabiendo que detrás de la pared hay
millones de dólares. Tener que ver, con el estómago vacío, a los grupos de trajeados que pasan junto
a ellos a la hora de la comida y que se gastan veinte dólares en una ensalada mientras ellos se mueren
de hambre.
En Saginaw no hay muchos sintecho. Casi todos los pobres tienen hogar. Los enlucidos se caen a
cachos, las paredes tienen moho, y las camas están infestadas de chinches que se alimentan de ellos
mientras duermen, pero al menos tienen un techo sobre la cabeza, lo mínimo. Casi toda la gente que
conozco en Saginaw intenta salir adelante, aunque allí eso no es nada fácil. Los padres de mis amigos
eran
granjeros y empleados de fábrica,
pero no
hay trabajo desde que cerraron
todas las factorías
hará
unos diez
años. La ciudad no produce
nada de
valor, salvo heroína. Familias a
las que
les iba
bien
hace una
década ahora apenas pueden poner
comida en la mesa. La
tasa de
desempleo ha
alcanzado
máximos históricos, igual
que la
de delincuencia y la de
drogadicción. La felicidad
se
esfumó con los puestos de trabajo y no creo que vuelva a dejarse ver por allí.
Ésa es la principal diferencia entre mi ciudad natal y ésta. La esperanza que bulle en Nueva York y
que se respira en todas partes. Millones de personas acuden a la ciudad más grande del país sólo por
ella.
Esperan más. Esperan más felicidad,
más oportunidades, más
experiencia y, sobre todo, ganar
más dinero. Las calles están a rebosar de gente que ha dejado atrás su país de origen y ha construido
un hogar y una vida para sus familias aquí. Cuando uno se para a pensarlo, es alucinante.
La gente hace las maletas y se viene para acá, unas cien personas al día, según las estadísticas. Hay
metro las veinticuatro horas (aquí todo es veinticuatro horas), y no hay camionetas ni tractores que
ocupen
la mitad de la calle,
como en
Michigan. Los pequeños edificios marrones
a los
que nos
referimos como el centro en
Saginaw no tienen comparación con
los gigantescos rascacielos de la
ciudad de Nueva York.
Cuanto más lo pienso, más me doy cuenta de que esta ciudad y Saginaw no se parecen en nada, y
me parece bien así. Tal vez haya intentado que se parezcan para asegurarme de que Nueva York no va
a
cambiarme..., de que,
sea lo
que sea
eso de
madurar, voy a seguir siendo
yo mismo, sólo que
distinto.
Mi
móvil vuelve a vibrar. Lo
saco y
veo dos
veces el nombre de mi madre. Se
me acelera el
pulso, pero me relajo al leer los mensajes. Uno es un enlace a un artículo sobre un bar temático de
Harry Potter que acaba de abrir en Toronto, y en el otro me pone al día de lo mucho que pesa ya mi
hermana. De momento, es pequeña, pero a mi madre aún le faltan cuatro semanas. Durante el último
mes, seguro que la pequeña Abby tiene tiempo suficiente para ponerse como una bola.
Sólo
de pensar en mi hermanita,
arrugada y diminuta, con una
diadema rosa, levantando los
bracitos regordetes, me hace sonreír. No sé cómo será eso de ser hermano, sobre todo a mi edad. Soy
demasiado
mayor para tener nada en
común con la pequeña, pero
quiero ser el mejor hermano
posible. Quiero ser el hermano mayor que me hacía falta cuando era niño. A mamá y a Ken les va a
costar
adaptarse a tener un bebé
en casa
cuando sus otros dos hijos
ya son
hombres hechos y
derechos que han volado del nido. Mi madre no paraba de decirme lo mucho que le apetecía tener la
casa para ella sola, pero yo sabía que iba a echar de menos que yo estuviera a su lado. Siempre hemos
sido ella y yo, en lo bueno y en lo malo.
Mientras espero a que el semáforo cambie de color y la silueta se ponga blanco incandescente, me
recuerdo lo afortunado que soy por tener la madre que tengo.
Nunca ha cuestionado mi decisión de
mudarme y me ha apoyado en todos mis caprichos desde niño. Ella era la madre que se disfrazaba
conmigo aunque no fuera Halloween. Incluso me dijo que podía vivir en la luna si quería. Cuando era
pequeño, a menudo me preguntaba si conseguiría aterrizar en la luna si corría lo bastante rápido. A
menudo deseaba que así fuera.
Cuando cambia el semáforo, una mujer con tacón de aguja arrastra los pies al cruzar. No entiendo
por
qué las
mujeres se someten a semejante
tortura para parecer más altas.
Los semáforos aquí
cambian a toda velocidad, y los peatones tienen menos de treinta segundos para cruzar. Tecleo una
respuesta
rápida para mi madre y
prometo llamarla esta
noche. Me meto el móvil
otra vez
en el
bolsillo y decido que más tarde leeré lo del bar.
Me apetece mucho ir a Toronto, de siempre, y desde aquí sólo está a una hora en avión. Tal vez
pueda ir durante las vacaciones de invierno. Imagino que iré solo, a pesar de que una parte loca de mí
de
repente me sugiere que me
lleve a Nora. Seguro que
es divertido viajar con ella.
Tengo la
impresión de que ha viajado más que yo. Aun sin conocerla, parece la clase de persona que ha visto
mundo,
o que
simplemente tiene mucho
mundo en general.
Hay
cosas que no se aprenden
en los
libros, soy la prueba. Me encantaría viajar, y quiero hacerlo pronto.
Pero ¿por qué nos estoy imaginando a Nora y a mí en una paradisíaca playa tropical, ella con una
parte de arriba de biquini minúscula y su culo redondo rebosando la tela? Apenas la conozco y, sin
embargo, no consigo quitármela de la cabeza.
La tienda veinticuatro horas de mi edificio no tiene mucha clientela, y a veces me da pena Ellen, la
joven rusa que trabaja allí. Me preocupa que se pase las noches sola tras el mostrador. La campanilla
suena cuando entro y Ellen alza la vista de un grueso libro de texto y me sonríe con educación. Lleva
el
pelo corto y ondulado recogido
tras una
fina diadema a juego con el jersey
rojo con
pequeños
puntos blancos.
—Hola —me dice mientras miro la sección de productos que requieren frío que hay al fondo de
la tienda.
—Hola, Ellen —le digo cogiendo una botella de leche.
Compruebo las fechas porque más de una vez he salido de aquí con productos caducados. Luego
busco un Gatorade azul, para la próxima vez que venga Nora. No tienen. Me sobra tiempo, así que me
acercaré a la tienda más próxima en cuanto salga de aquí.
Por
segunda vez hoy, me doy
cuenta de lo bien que me vendría
una de
esas bolsas de tela que
Pau guarda junto a la puerta. Intenta evitar el uso de plásticos y, ahora, cada vez que abro la puerta
oigo
su voz,
que me
recuerda el daño que las
bolsas de plástico causan en
el medio ambiente. Esa
mujer ve demasiados documentales. Pronto intentará sabotear que la gente lleve zapatos o algo así.
Ellen cierra el libro de texto cuando me acerco. Cojo un paquete de chicles de la estantería que
hay delante del mostrador. Se la ve un poco estresada y desearía haber traído una bolsa de tela, la que
lleva
estampados una sandía y un
puerro. De la sandía sale
un bocadillo de texto que
dice:
«Deberíamos
fugarnos y casarnos». Y el
puerro le contesta: «Lo siento
mucho —y, debajo, en
grandes letras dice—: No PUERRO».
A
Ellen le gustan tanto los
chistes de frutas y verduras
como a
mí. Eso
la convierte en buena
gente. Tal vez el chiste la haría sonreír.
—¿Cómo va? —le pregunto.
—Bien. Aquí, estudiando.
La
campanilla de la vieja registradora suena cuando ella
teclea el importe de la
leche y los
chicles. Saco la tarjeta y la paso por el lector.
—Siempre
estás estudiando —digo.
Es la
verdad. Siempre que vengo está
sola detrás del
mostrador, leyendo un libro de texto o haciendo los deberes.
—Quiero ir a la universidad —dice encogiéndose de hombros y desviando sus ojos castaños de
los míos.
«¿La universidad?» ¿Va al instituto y trabaja hasta las tantas todos los días? Aunque no siempre
entro, la veo por el escaparate de camino a casa.
—¿Cuántos
años tienes? —No puedo evitar
preguntarlo. No es
asunto mío, y no soy
mucho
mayor que ella pero, si fuera su padre, me preocuparía dejar a mi hija trabajando sola, de noche, en
una tienda de Brooklyn.
—La semana que viene cumplo dieciocho —responde con el ceño fruncido, ese que suelen poner
las adolescentes cuando anuncian con orgullo que están muy cerca de los soñados dieciocho.
—Genial —le digo en el momento en que me entrega el comprobante para que lo firme.
Sigue con el ceño fruncido mientras me da el bolígrafo rojo atado a una pequeña carpeta con un
cordón
marrón y sucio. Firmo y
se lo
devuelvo. Se disculpa profusamente cuando
la impresora se
atasca al imprimir mi copia del ticket. Retira la parte superior de la máquina y le digo que no pasa
nada.
—No tengo prisa. —La única cosa que tengo que hacer hoy es ir a casa a estudiar geología. Ah, y
a prepararme para mi cita con Nora. Estoy muy nervioso. Es algo importante para mí.
Saca el rollo de papel atascado y lo tira a la papelera que hay tras el mostrador.
Cuando lo pienso, me doy cuenta de que Ellen no parece la típica adolescente despreocupada. A
menudo olvido que no todo el mundo tiene una madre como la mía, ni siquiera mis amigos de toda la
vida.
El no
tener una figura paterna nunca
me ha
importado porque tenía
a mi
madre. Todos
reaccionamos de manera diferente
a las
cosas según nuestras
experiencias y nuestro carácter. Por
ejemplo, Pedro. Él ha pasado por situaciones distintas y ha tenido que tomar un camino distinto del
mío
para comprenderlas. Lo
importante no es el porqué,
sino el
hecho de
que asuma la
responsabilidad por sus actos y se parta el culo para cambiar su pasado y labrarse un futuro.
A los doce empecé a contar los años y los meses que faltaban para mi dieciocho cumpleaños, a
pesar de que sabía que no iba a cambiar nada porque caía justo a comienzos del último curso en el
instituto. Debido al período de inscripción, siempre era mayor que el resto de mis compañeros. No
tenía
pensado dejar a mi madre
hasta acabar la universidad, pero
esto fue
antes de que Dakota
comenzara
a insistir en que me
mudara a Nueva York cuando
ella terminara el instituto. Me
pasé
meses solicitando el traslado a la Oficina Federal de Ayuda para los Estudiantes y a la Universidad de
Nueva York, buscando un apartamento para los dos que estuviera bien comunicado en metro con el
campus,
haciéndome a la idea de
dejar a mis mejores amigos,
a mi
madre embarazada y a mi
padrastro... Y entonces a Dakota le cambió la vida y se le olvidó contármelo.
Aun así, estoy contento de haberme mudado, de haberme convertido en un hombre sociable, con
responsabilidades y planes para
el futuro. No soy perfecto,
apenas sé hacer la colada
y todavía le
estoy
cogiendo el tranquillo a pagarme
las facturas, pero voy aprendiendo
a mi
ritmo y lo estoy
disfrutando. Pau ayuda mucho.
A ella
le gusta tenerlo todo mucho
más ordenado que a la
gente
normal, pero los dos limpiamos y nos repartimos las tareas equitativamente. Nunca he dejado un par
de calcetines sucios en la sala de estar o he olvidado recoger la ropa sucia del suelo del baño después
de
ducharme. Soy consciente de que
comparto piso con una mujer
que no es mi pareja,
así que
no
dejo
la tapa
del váter levantada ni me
asusto al ver el envoltorio
de un
tampón en la basura. Me
aseguro de que no está en casa cuando me masturbo y de que no queden rastros cuando lo hago.
Aunque
puede que lo de ayer
contradiga lo que acabo de
decir... No paro de pensar
en el
encuentro con Nora.
Tras apagar y encender la máquina dos veces y de colocar dos rollos de papel, Ellen imprime mi
copia del comprobante. Decido quedarme un poco más, me parece que no se relaciona mucho más
allá de los personajes de sus libros de historia.
—¿Vas a hacer algo especial para tu cumpleaños? —le pregunto con curiosidad sincera.
Se ríe con sorna y se ruboriza. Su piel pálida ahora está roja y niega con la cabeza.
—¿Quién, yo? No, tengo que trabajar.
Estoy seguro de que su único plan es quedarse sentada en un taburete detrás del mostrador.
—Bueno,
los cumpleaños están sobrevalorados —le
digo con
la sonrisa más amplia de
mi
repertorio.
Medio sonríe y se le ilumina la mirada con un pequeño toque de felicidad. Se sienta derecha y con
los hombros menos caídos.
—Es verdad.
Le
deseo buenas noches y ella
me responde que espera que
lo sean. Le digo que no estudie
demasiado y cierro la puerta al salir. No puedo imaginarme cómo debe de ser tener diecisiete años y
criarse en una gran ciudad.
Durante mi paseo a la tienda al final de la manzana leo el artículo que me ha mandado mi madre
sobre el bar y la llamo. Me cuenta que Ken acaba de llegar a casa de una conferencia en Portland y
me lo pasa un momento para que podamos hablar del resultado del partido de los Giants. Aposté con
él
a que
perderían, y presumo un poco
de haber acertado.
Nos ponemos al
día y
los dejo
para que
puedan cenar.
Solía cenar con ellos casi todas las noches y comentábamos las noticias, los deportes y cosas del
colegio. Me alegra haber pasado mucho tiempo con mi familia antes de trasladarme aquí, pero pensar
No hay comentarios:
Publicar un comentario