Dakota
me coge
de las
manos y tira de mí
para sacarme de la cocina.
La sigo
como un
perrito
faldero.
—No olvides el agua —le recuerdo. Me hace un mohín, pero señalo el vaso con el dedo. Le va a
hacer falta.
Con un suspiro, me suelta y vuelve junto a la encimera para cogerlo. Mientras, busco el mando de
la tele y la enciendo para Pau. Le quito la voz. Siempre procuro que haya una luz encendida cuando
vuelve a casa más tarde que yo, y la bombilla de la lámpara de la mesita se ha fundido y no me he
acordado de cambiarla.
Sin embargo, mientras dejo el mando en el sofá, oigo voces y el tintineo de un juego de llaves.
La llave encuentra la cerradura y la puerta se abre. Entra Pau...
Con Nora.
Me quedo pasmado. Pau se quita el gorro morado y cierra la puerta. Nora se quita la chaqueta y
las tetas casi se le salen de la camiseta cuando se atusa la melena.
Luego las dos se nos quedan mirando. Se han dado cuenta de repente de que no están solas.
«Por favor, Dios, convence a Nora de que la estaba mirando a la cara.»
Y lo que es aún más importante: «¿Dónde está ese maldito portal?».
—¿Landon? —dice Pau.
—Hola, no sabía que... —empieza a decir Nora, pero se calla en cuanto Dakota sale de la cocina,
ignorándola.
Dakota se me acerca y entrelaza su mano con la mía, jugueteando con mis dedos. Nora me mira
fijamente a la cara. No baja la vista hacia las manos, aunque creo que quiere hacerlo.
—¿Nos vamos a la cama? —pregunta Dakota tirando de mí en dirección al dormitorio, sin mirar
a ninguna de las otras dos.
Yo
sí las
miro. Nora tiene los ojos
fijos en nuestras manos entrelazadas
y Pau
se muerde el
labio con unos ojos como platos.
Me
vuelvo hacia Dakota. Me está
observando. Es esa
mirada. Esa que dice: «Ni
se te
ocurra
pararte a hablar con ésa en vez de venirte a la cama conmigo».
Dirijo la vista otra vez hacia Nora y hacia Pau. Estoy hecho un lío y, sin pedirme permiso, mi
boca dice:
—Buenas noches, chicas.
Sigo a Dakota al dormitorio y, una vez dentro, ella cierra la puerta.
Cuando se vuelve hacia mí, está que echa humo.
—Hay que tenerlos cuadrados —ruge. Agita las manos en el aire y luego se masajea las sienes.
Doy un paso hacia ella y le tapo la boca con la mano.
—Eh, no seas así —le aconsejo en voz baja.
Dakota
habla pese a mi mano,
y extiendo la otra y con los
dedos le masajeo los hombros
y la
tensa musculatura del cuello hasta que se calla.
—Lo sabía —medio susurra—. Sé que lo sabía. Sabía cómo te llamabas, seguro.
Intento
ser la
voz de
la razón. Tal vez supiera
mi nombre, pero la verdad
es que
parecía tan
sorprendida como los demás.
Me encojo de hombros.
—¿Seguro que le habías dicho mi nombre? ¿Tienes fotos de nosotros en tu habitación?
Tuerzo el gesto después de preguntarlo porque creo que prefiero no saber la respuesta a eso.
No conozco bien a Nora, pero no me parece la clase de persona que sale aposta con el ex de su
compañera
de piso, puesto que todo
acaba por saberse tarde o
temprano. Además, hay otros tres
millones de chicos en la ciudad dispuestos a prestarle toda su atención.
Dakota resopla. El vestido gris se desliza por su hombro y parece diminuta a mi lado.
—No
creo haber dicho nunca tu
nombre exactamente. —Examina
mi habitación. Sus ojos se
detienen en la foto de nosotros que hay encima de la cómoda—. Y tampoco tengo fotos nuestras en
casa.
Lo
dice con
un deje
de culpabilidad. No esperaba que
tuviera un altar dedicado a
mí ni
nada
parecido, pero ¿ni siquiera les ha dicho mi nombre a sus compañeras de piso? ¿Nunca?
—¿Ni una vez? —pregunto.
Menea
la mano
como para
quitarle importancia y
tira de
mi camisa. Le cuesta quitármela
por
encima
de la
cabeza y decide pasar a
los botones de mis vaqueros.
Le cojo
las manos para que se
estén quietas y me las llevo al pecho.
—Esta noche no —susurro contra su mejilla.
Con
un gruñido de disgusto, libera
una mano
y la
hunde en mis pantalones. Gimo
cuando me
atrapa y mueve lentamente la mano arriba y abajo.
«Piensa con la cabeza», me digo.
Tengo que pensar con la cabeza. No puedo hacer lo que Dakota me está incitando a que haga. Así
no. Busco la mano y, con cuidado, despego sus dedos de mí. Ella me mira confusa.
—Has bebido demasiado —digo cogiéndola del codo y llevándola a la cama.
Se queda de pie en silencio mientras intento encontrar la cremallera de su vestido. Luego levanta
los brazos para sujetarse el pelo y que yo pueda bajar la cremallera del tejido aterciopelado. Cuando
empieza a descender, lo sujeta contra su pecho y yo le bajo las medias por las piernas. Levanta un pie
y luego el otro para librarse de ellas y deja caer el vestido. No lleva sujetador.
Joder. No lleva sujetador.
Ésta es la noche de las tentaciones. En vez de bragas, lleva un tanga rojo de encaje. Su culo parece
un monumento, pequeño y terso. Se vuelve y me mira con sonrisa juguetona.
—No me suena —digo deslizando un dedo por la tira de la cadera, y ella gime cuando la suelto y
choca contra su piel.
Me aparto y me lanza una mirada asesina.
—Qué malo eres —dice sacándome la lengua y meneando el culo.
Tiene ganas de fiesta, y soy demasiado consciente de la que me espera. Pero no puede hacer nada
para que me acueste con ella esta noche, por muy sexi que esté en tanga. Llevamos meses sin tocarnos
y no estamos saliendo juntos. Ésta no es la noche para cambiarlo. No mientras ella esté borracha y los
dos estemos hechos un lío.
Lo entenderá por la mañana.
Le rodeo los hombros con los brazos y la llevo hasta la cómoda.
—Es hora de acostarte.
Oigo a Pau y a Nora hablando en la sala de estar, pero no distingo las palabras. Dakota coge la
foto enmarcada de la cómoda y la mira de cerca.
—¡Estábamos supertontos! —Se ríe y pasa un dedo por la espantosa camisa de cuadros que llevo
en la foto.
Sus tetas desnudas me tienen distraído, pero consigo acordarme de que debo sacar una camiseta
del cajón. A tientas, tiro de la primera que pillo, que resulta ser mi camiseta del equipo de atletismo
del
instituto. No podía ser otra
porque estamos en una tierra
mística en la que, por lo visto,
no
podemos escapar de nuestro pasado por más que nos empeñemos.
Dakota me la quita de las manos y se la lleva primero al pecho y luego a la cara. Huele la tela
gastada.
—¡Esta camiseta...! ¡Madre mía! —Está contenta, y creo que ni se da cuenta de que las voces de la
sala de estar han vuelto a callarse. Yo sí.
»Lo hemos pasado tan bien en esta camiseta —musita relamiéndose.
Aparto la vista de su tonificado cuerpo.
—Póntela y deja de torturarme, por favor —le suplico.
Se ríe como una colegiala, está disfrutando con mis cumplidos y con la admiración que despierta
su
cuerpo de bailarina. Hace bien.
Debería sentirse siempre
así, bonita y poderosa. Sigue
un poco
borracha, pero se le ilumina la mirada con mis palabras. Cosa que hace que quiera ser más salvaje.
—Eres
preciosa, ¿lo sabías? —digo. Deseo
que se
bañe en
mis palabras, que se envuelva
en la
clase de halagos que merece oír. Con cara seria, sigo experimentando—: Estás para comerte y, si no
te hubieras emborrachado, ya te tendría mirando a La Meca.
Parezco imbécil pero, según las novelas eróticas de mayor éxito, eso es lo que les gusta oír a las
chicas.
Dakota se echa a reír. Levanta una mano y me mira.
—¿«Mirando a La Meca»? —Se parte de risa. Cierra los ojos y no puedo evitar que me contagie.
—¡Oye! —Intento recobrar el aliento pero me duele la barriga de tanto reír—. Lo leí en un libro y
quería ver cómo sonaba dicho en voz alta.
Dakota para un momento, pero le cuesta contener la risa.
—Tú dedícate a las cosas normalitas que haces bien y deja las chorradas sexis para los libros —
dice tapándose la boca y partiéndose de risa.
«¿Las cosas normalitas que hago bien?» Vale, sé que no he experimentado mucho, o nada, pero
no ha sido por falta de ganas. Nunca ha dicho que le apeteciera, y una vez intenté hablar de porno con
ella y rompió conmigo durante tres días. Las cosas «normalitas» que se me dan bien son el producto
de nuestra rutina.
—No soy tan normalito —replico defendiendo mis habilidades, pero en voz baja. No quiero que
ni Pau ni Nora nos oigan.
Me siento en la cama, Dakota se acerca, riéndose todavía. Se muerde el labio.
—Puede que ya no lo seas, pero conmigo lo eras.
Quizá esté exagerando, pero siento que me está robando todo lo que tuvimos juntos. El sexo entre
nosotros
era de
adolescentes, silencioso y
apresurado, pese a que yo
estaba enamorado a
más no
poder. Tampoco es que pudiera hacérselo como me apetecía, con Carter en la habitación de al lado o
con
su padre durmiendo abajo. Nunca
sentí que me estuviera perdiendo
nada por
estar con ella ni
recuerdo haber pensado que a nuestra vida sexual le faltara algo. Pensaba que éramos felices, que nos
gustábamos y que estábamos satisfechos.
Pero parece ser que no.
Dakota se sienta en la cama, a mi lado, y cruza las piernas. Entre provocarme y reírse de mí, ha
encontrado un momento para ponerse unos calcetines. Míos.
Se aclara la garganta.
—¿Con cuántas has estado desde que rompimos?
Cuando la miro, se está retorciendo un mechón de pelo con el índice y el pulgar.
—¿Con
cuántas? Con ninguna —me mofo
tratando de forzar una risa
que no suene demasiado
forzada.
Ella enarca una ceja y ladea la cabeza.
—¿En serio? Venga, hombre, sé que...
—¿Y tú? —la interrumpo.
Parece sorprendida de que no me haya acostado con nadie. ¿Con cuántos se habrá acostado ella?
Dakota niega con la cabeza.
—No. Nadie. Pero imaginaba que tú sí.
—¿Por qué has imaginado eso?
Sentado
aquí en
plena noche, hablando de estas
cosas, empiezo a pensar que
esta mujer no me
conoce en absoluto.
Dakota no dice nada, sólo se encoge de hombros y se tumba apoyándose en la cabecera. Luego
mira al techo y anuncia:
—Lo de hoy no ha sido divertido.
Debería cambiar de tema. Por fin la tengo en la cama, tranquila y prácticamente sobria.
—Ya ha pasado todo y ahora son casi las dos —le digo.
Sonríe, me acuesto y apago la lámpara de la mesilla de noche.
—Gracias por todo, Landon. Eres mi refugio. Siempre —susurra en la oscuridad.
Aunque no pueda verla, sé que me está mirando.
—Siempre —contesto estrechándole la mano con ternura.
Tiene toda la razón: no ha sido nada divertido. Ha sido estresante.
He empezado el día pensando que iba a tener mi primera cita, o algo por el estilo, con Nora, pero
he acabado con Dakota borracha y en mi cama, y con Nora instalada en mi sala de estar, escuchando
la conversación más embarazosa del mundo. El pasillo es muy corto, y las paredes son de papel.
Y, lo que es peor, me siento fatal por haber dejado a Nora en el bar. No sabía qué otra cosa hacer.
Conozco a Dakota de toda la vida. Con ella ya he pasado por las primeras fases agónicas del amor.
Juntos hemos sobrevivido a la extraña fase del sexo adolescente, cuando no sabes dónde meterla y te
corres en cuanto la tienes dentro. Sabemos de dónde venimos y hemos pulido nuestras aristas. Entre
nosotros no hay secretos ni mentiras. Hemos compartido la tragedia. A Dakota ya le he confesado mi
amor, y volver a empezar es aterrador. Sobre todo si ella me ha echado de menos tanto como dice.
Justo cuando pienso que se ha dormido, me coge la mano y se la lleva a la cara. Entonces me doy
cuenta de que está llorando.
Me incorporo. La cojo de los hombros y le pregunto una y otra vez por qué llora. Niega con la
cabeza e intenta recobrar el aliento. No enciendo la luz porque sé que a oscuras es más fácil decir la
verdad.
—Yo... —solloza—, me he acostado con dos.
Sus palabras me atraviesan igual que su llanto atraviesa la oscuridad. Es como si me quemara y,
de repente, no quiero tenerla cerca.
Quiero echar a correr. Quiero huir lejos, muy lejos.
Me duele el estómago y ella rompe a llorar otra vez, tapándose la boca. Coge la almohada y se
cubre la cara para ahogar el llanto. Pese al dolor que me devora, no soporto verla así. Hago lo que
hago siempre: olvido mis sentimientos. Entierro la rabia. Le digo a mi deseo de salir corriendo que
se vaya sin mí. Cojo la almohada y se la aparto de la cara. La tiro al suelo, cojo a Dakota en brazos y
nos tumbamos entrelazados.
—Lo siento mucho —dice entre sollozos.
Tiene las mejillas bañadas en lágrimas y las recojo con el pulgar antes de que caigan de su cara.
Le
tiemblan los hombros y puedo
percibir lo mucho que le
duele, o puede que sea
sentimiento de
culpa o el haber perdido nuestra historia, y a mí también me mata por dentro. Con delicadeza, empujo
sus hombros para sujetarla y llevo una mano a su frente. Le aparto el pelo y acaricio con dulzura los
mechones. Le masajeo la nuca.
—Ya está... —le digo.
»Ya está por hoy —añado.
»Lo solucionaremos mañana. Duerme un poco.
Y sigo masajeándole la nuca hasta que se queda dormida.
Si quiere que lo arreglemos, estoy dispuesto a escucharla. Debe de haber una explicación lógica
y,
ahora que ha sido sincera,
podrá contarme lo
que ha
pasado. En cuanto se despierte,
me lo
dirá
todo.
O
no... Porque al día siguiente,
tan pronto como abre los
ojos, se
marcha de puntillas de mi
apartamento sin mediar palabra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario