La mañana no tarda en llegar. Me acosté sobre la una y me he despertado a las seis. ¿Cuántas horas recomiendan dormir los médicos? ¿Siete? Bien, pues entonces sólo me alejo un treinta por ciento del objetivo. Lo cual es..., sí, es un montón. Pero me he acostumbrado a quedarme despierto hasta tarde y a levantarme temprano. Me estoy transformando lentamente en un neoyorquino. Tomo café a diario,estoy comenzando a pillarle el punto al metro y he aprendido a compartir las aceras con las madres que empujan cochecitos de bebé de Brooklyn.
Pau también ha aprendido todas esas cosas, al igual que yo, aunque nos diferenciamos en una de manera considerable: yo les doy menos limosna a los sintecho que veo al ir y volver de la facultad.
Ella, en cambio, les da la mitad de sus propinas de camino a casa. No es que no me importen o que no los ayude, pero prefiero darles café o muffins cuando puedo en lugar de un dinero que pueda alimentar sus posibles adicciones. Entiendo las buenas intenciones que tiene Pau al entregarle a un pobre vagabundo un billete de cinco dólares. Cree de verdad que con ello comprará comida o cualquier otra cosa que necesite. Yo no, pero es imposible dialogar con ella al respecto. Quizá ella esté en lo cierto, pero sé que gran parte de su actitud tiene su razón de ser en su conexión personal con los sintecho. Pau descubrió que su padre, que no formaba parte de su vida, vivía en la calle.
Llegaron a conocerse un poco antes de que él sucumbiera a sus adicciones y muriese hace algo menos de un año. Fue muy duro para ella, y creo que ayudar a esos extraños contribuye a que cicatrice una pequeña parte de esa herida abierta.
Por cada dólar que da, recibe la recompensa de una sonrisa, un «Gracias» o un «Dios te bendiga».
Pau es la clase de persona que siempre intenta sacar lo mejor de todo el mundo. Da más de sí misma de lo que debería, y espera que la gente sea amable, incluso si no es la parte más accesible de su naturaleza. Creo que ve su pequeña misión como una especie de paralelismo con su relación fallida con su padre, e incluso con Pedro, que es una de las personas más difíciles que conozco. Es
posible que no haya podido salvar a esos dos, pero puede ayudar a esas otras personas. Sé que es algo ingenuo, pero es mi mejor amiga y ésta es una de las pocas cosas positivas que la motivan últimamente. No duerme. Tiene los ojos grises hinchados el noventa por ciento del tiempo. Le está costando un mundo superar una catastrófica ruptura, la muerte de su padre, el traslado a otro lugar y el hecho de que no la hayan admitido en la Universidad de Nueva York.
Son demasiadas cosas para una sola persona. Cuando conocí a Pau hace un año, era alguien muy diferente. La imagen que daba era la misma, una rubia guapa con unos ojos bonitos, una voz suave y
una nota media alta. La primera vez que hablé con ella, tuve la sensación de haber encontrado a una versión femenina de mí mismo. Nos hicimos amigos enseguida al ser los dos primeros en llegar al aula el primer día de clase. Pau y yo nos hicimos más íntimos conforme su relación con Pedro avanzaba. Fui testigo de cómo se enamoraba de él, y de cómo él se enamoraba aún más de ella, y de cómo todo se vino abajo.
Vi cómo se destrozaban el uno al otro y de cómo se cosían mutuamente las heridas de nuevo. Vi cómo se convertían en el todo del otro, después en la nada, y luego en el todo una vez más. Me costó tomar partido durante la guerra. Todo era demasiado complicado y peliagudo, así que estoy siguiendo el ejemplo de Bella Swan y voy a ser neutral, como Suiza.
Qué horror, acabo de hacer una referencia a Crepúsculo. Necesito cafeína de inmediato.
En la cocina, Pau está sentada a la pequeña mesa con el móvil en la mano.
—Buenos días —la saludo, y enciendo la Nespresso.
Desde que trabajo en Grind, me he convertido en un sibarita del café. También ayuda compartir piso con alguien que está igual de obsesionada que yo. Pau no es tan maniática pero, en cambio, es
más adicta.
—Buenos días por la mañana —responde ella de manera distraída sin apenas levantar la vista de la pantalla.
Pero entonces dirige directamente la mirada al corte que tengo encima de la ceja y su rostro se llena de preocupación. Después de echarme un poco de pomada antibiótica y cicatrizante, me he
alegrado de ver que no era necesario que me pusiera la tirita de Disney.
—Estoy bien, pero pasé una vergüenza horrorosa —digo.
Cojo una cápsula de expreso brasileño y la introduzco en la máquina. El espacio de la encimera es mínimo, y la cafetera sola ocupa ya la mitad, entre la nevera amarillenta y el microondas, pero es una necesidad.
Pau sonríe y se muerde el labio.
—Un poco —asiente, y se tapa la boca para evitar reírse.
Ojalá lo hiciera. Quiero que recuerde lo que se siente.
Me quedo mirando su minúscula taza de café. Está vacía.
—¿Quieres otro? ¿Trabajas hoy? —pregunto.
Ella suspira, coge el teléfono y lo deja de nuevo sobre la mesa.
—Sí. —Sus ojos están manchados con furiosas líneas rojas otra vez, inyectados en sangre a causa de las lágrimas que deben de haber empapado la funda de su almohada.
No la he oído llorar, pero eso no significa que no lo haya hecho. Cada vez se le da mejor ocultar sus sentimientos, o eso cree ella.
—Sí a ambas preguntas. Trabajo. Y quiero más café. Por favor —me dice con una media sonrisa.
Entonces se aclara la garganta, baja la vista hacia la mesa y pregunta:
—¿Ya sabes qué días va a venir Pedro?
—Aún no. Todavía faltan unas semanas, así que no me lo ha dicho. Ya sabes cómo es. —Me encojo de hombros.
Si alguien conoce a Pedro, es ella.
—¿Estás segura de que no pasa nada? Porque, si no estás segura, puedo decirle que se quede en un hotel o algo así —sugiero.
No quiero que se sienta incómoda en su propio apartamento. Me costaría una discusión con Pedro, pero me da igual.
Ella se obliga a esbozar una sonrisa.
—No, no. Tranquilo. Ésta es tu casa.
—Y la tuya —le recuerdo.
Meto la primera taza de expreso en el congelador para Pau. Últimamente le ha dado por beber sólo café frío. Creo que lo hace porque hasta algo tan simple como una taza de café caliente le
recuerda a ese chico.
—Voy a hacer turnos extra en el Lookout; ya casi he terminado con la formación. Hoy van adejarme hacer el almuerzo y la comida.
Se me parte el alma al verla así y, por una vez, mi sentimiento de soledad parece una nimiedad en comparación con su estado de ánimo.
—Si cambias de idea...
—No lo haré. Tranquilo. Ya han pasado... ¿cuánto? —Se encoge de hombros—. ¿Cuatro meses o así?
Se nota que está mintiendo, pero no serviría de nada señalarlo. A veces tienes que dejar que la gente sienta lo que tiene que sentir, que oculten lo que crean que necesitan ocultar y que procesen las
cosas a su manera.
El café me quema la garganta. Es denso y potente y, de pronto, me siento con más energía que hace un par de segundos. Sí, sé que es algo mental y, no, no me importa. Dejo la taza en el fregadero
y cojo mi sudadera del respaldo de la silla. Mis zapatillas de correr están junto a la puerta, alineadas con el resto de los zapatos (obra de Tessa).
Me las pongo y salgo.
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