Resulta que soy un negado para la repostería. Negado en el sentido de que soy incapaz de decorar una
tarta sencilla sin hacer un desastre.
—Esta
vez pon
sólo una
o dos
gotas —me recuerda Nora, como
si no hubiese aprendido la
lección
hace treinta segundos, cuando ha
empezado a gritarme por haber
echado media botella de
colorante alimentario en el primer cuenco de glaseado.
¿Cómo iba a saber que una botellita tan pequeña iba a tener tanto poder como para teñir de rojo la
boca de Ellen durante una semana entera?
—Necesitamos más azúcar —dice Nora, y cojo la bolsa de la encimera que tengo al lado.
El azúcar glas se mueve en su interior, y entonces veo que ha cortado uno de los extremos. Intento
agarrarlo antes de que se desparrame, pero no lo consigo. Se sale de la bolsa y cae sobre la encimera
y
también al suelo. Una nube de polvo
blanco inunda mi rostro, y
Nora menea la mano cuando
la
nube de azúcar cubre también su cara.
—¡Madre mía! —chilla en un tono cargado de humor.
Dejo la bolsa de plástico en la encimera y observo el desastre que he montado. Como burlándose
de mí, la bolsa se cae al suelo, y el poco azúcar que quedaba se esfuma en el aire. Tengo la sudadera
tan cubierta de blanco que el halcón de los Seahawks apenas se ve. Cuando Nora sonríe, se le forman
unas arruguitas alrededor de los ojos que me encantan.
—¡Lo siento! No sabía que estaba abierta. —Paso las manos por la encimera y, aunque me gusta la
sensación del azúcar en la piel, pienso que nunca, jamás, debo volver a intentar hacer dulces.
La camiseta negra de tirantes de Nora también está cubierta de azúcar, al igual que sus brazos, sus
manos, su mejilla y su cabello negro.
—No pasa nada.
Su
sonrisa es contagiosa, y ni
siquiera me siento avergonzado por la que
he liado. Se me hace
raro que no esté enfadada conmigo, y no sé por qué. No para de sonreír, y mira el azúcar derramado,
me mira a mí y sacude la cabeza con una expresión divertida.
Aparta el cuenco de mezclas y coge un rollo de papel de cocina. Abre el grifo y usa las manos
para sacudir en la pila todo el azúcar posible.
—Durante
mi primer semestre en la
escuela de cocina se me
olvidó poner el protector de
seguridad de una batidora de cuarenta litros y cinco kilos de azúcar glas acabaron volando por todas
partes. Sobra decir que tuve que quedarme tres horas más para limpiarlo todo y repetir el examen, y
mi profesor era tan gilipollas que no dejó que nadie me ayudase. —Nora está limpiando mi desastre a
toda velocidad, y yo debería estar ayudándola.
—¿Aprobaste? Me refiero a cuando lo repetiste —le pregunto.
—No. Como he dicho, era un auténtico capullo.
La
miro y
ella levanta la mano llena
de azúcar para rascarse la
cara. Se restriega la mejilla
y
extiende el polvo blanco sobre su piel bronceada.
Cojo una hoja de papel de cocina y empiezo a ayudarla.
—Ésa es la razón por la que quiero ser profesor.
Tira la bolsa de azúcar vacía a la basura.
—¿Para ser un capullo?
Me río y niego con la cabeza.
—No. Para ser todo lo contrario. Cuando tenía dieciséis años tuve un profesor, el señor Haponek,
que iba más allá de su trabajo. Era todo lo que se espera de un maestro y, conforme fui creciendo, vi
que al resto de mis profesores no les importaba nada su trabajo. Después, en el instituto, comprobé
que
la mayoría no se esforzaban
por hacer bien su trabajo.
Al compararlo con mi colegio,
vi que
había muchos chicos faltos de un buen profesor. Supone una gran diferencia, ¿sabes?
—¿Cómo era tu instituto? —pregunta Nora.
«Horrible.»
«Una mierda.»
—No estaba mal —digo.
No creo que quiera oír mi auténtica experiencia.
No creo que yo quiera contársela.
Es como cuando la gente te pregunta cómo estás y tú respondes que bien. Dar más explicaciones
los incomodaría.
—Yo
no fui
a un
instituto de verdad. Fui a un pequeño
centro privado cerca
de Seattle. Era
espantoso —explica Nora, y me sorprende dejándome ver otro poquito más de sí misma.
—Mi instituto también era espantoso —admito.
Ella me mira con escepticismo.
—Seguro que eras uno de los chicos más populares. Eras deportista, ¿verdad?
Casi me echo a reír ante la idea de ser un chico popular.
«¿Deportista? ¿Yo? Para nada.»
—Pues la verdad es que no. —Sé que me estoy poniendo rojo—. En realidad era un don nadie. No
era
lo bastante guay como para ser popular,
pero tampoco lo bastante inteligente como para ser
considerado un empollón. Estaba en ese punto intermedio en el que a nadie le importaba una mierda
mi persona. Entonces estaba gordito, así que los abusones se metían conmigo cuando se cansaban de
sus presas de costumbre. Pero lo cierto es que no me di cuenta de lo horrible que era aquello hasta
que me trasladé a Washington a medio curso del último año. Mi experiencia allí fue muy diferente.
Nora
se acerca al armario de
la limpieza y saca la
escoba y el recogedor. Empieza
a barrer el
suelo y yo me dispongo a llenar el silencio con más divagaciones sobre mis días de instituto mientras
mojo una hoja de papel de cocina y limpio el resto de la encimera.
—No hay nada peor que un puñado de capullos que destacan en el instituto —señala ella.
Suelto una carcajada.
—Ésa es una de las cosas más ciertas que he oído nunca.
—Supongo que no me perdí gran cosa —dice mirando al frente.
Ya ha adoptado otra vez esa expresión de estar aburrida.
—¿Siempre has querido ser chef de repostería? —pregunto.
Ya casi hemos terminado de limpiar el azúcar, pero no quiero que se acabe la conversación. Casi
desearía que hubiese otra bolsa o alguna otra cosa con la que pudiera manchar el suelo.
Nunca había oído a Nora hablar tanto, excepto aquella vez que Pau y ella se pusieron a marujear
sobre los dos chicos que se besaron en ese programa de cazadores de demonios con el que Pau está
obsesionada. No acostumbro a participar en sus conversaciones, cuando ella viene suelo estar en mi
cuarto estudiando o en el trabajo, y ahora que estamos solos está inusualmente parlanchina. Quiero
recoger todas las palabras que esté dispuesta a pronunciar.
Pasa la escoba por las baldosas del suelo y me mira.
—Gracias por acordarte de no llamarme pastelera. Y, no, quería ser cirujana. Como mi padre, y
como su padre, y como el padre de su padre.
«¿Cirujana?» Es lo último que esperaba oír.
—¿En serio?
—No te sorprendas tanto. Soy muy inteligente. —Ladea la cabeza con aire engreído y decido que
me gusta esta actitud juguetona.
Es diferente de la de Dakota, no es tan dura ni sincera.
«Dakota.»
Llevo treinta minutos sin pensar en ella y su nombre suena raro en mi mente.
¿Me
convierte eso en un mal
tipo? Un minuto estoy desnudo
con ella
y, al
siguiente, paso a
olvidarla.
¿Estará en casa esperando a que la llame?
No lo creo.
—No lo dudo —digo levantando una mano llena de azúcar—. Sólo pensaba que dirías algo... más
relacionado con el arte.
Nora me mira con aire pensativo.
—Vaya, y ¿eso por qué?
Apoya el palo de la escoba en la encimera y se inclina cerca de mí para abrir el grifo. Sus brazos
rozan la tela de mi sudadera, y me aparto.
—No lo sé. Te veo siendo una especie de artista. —Me paso la mano por el pelo y unos copos de
azúcar caen al suelo—. La verdad es que no sé ni lo que digo.
—Deberías
quitarte eso antes de que
termine de barrer. —Nora enrosca
los dedos alrededor de
uno de los cordones de mi sudadera y bajo la vista para observar su mano.
—Supongo que sí —digo, y ella se acerca un paso más.
Contengo la respiración.
Me mira a los ojos y coge aire en completo silencio entre dientes.
—A veces tengo la sensación de que me conoces más de lo que deberías —susurra, y soy incapaz
de moverme.
No puedo respirar, ni moverme, ni hablar cuando la tengo tan cerca. Incluso cubierta de azúcar es
tan increíblemente impresionante que apenas me atrevo a mirarla.
—A lo mejor es verdad —le digo, sintiendo lo mismo por alguna razón.
Lo cierto es que apenas sé nada de ella, pero a lo mejor no se trata de conocer hechos. A lo mejor
no importa si sé cómo se llama su madre o cuál es su color favorito. A lo mejor no es necesario que
pasen años para conocer a las personas como creemos, igual las cosas primordiales son mucho más
sencillas.
A lo
mejor importa más que seamos
capaces de ver más allá,
que sepamos qué clase de
amigos o amigas son, o que preparan tartas para gente a la que ni siquiera conocen sin que tengamos
que pedírselo.
—No deberías —dice mirándome a los ojos.
Sin pensar, doy un paso hacia ella y cierra los ojos.
—A lo mejor sí debería.
No sé quién soy en este momento. No estoy nervioso estando tan cerca de una mujer tan hermosa.
No tengo la sensación de no ser lo bastante digno de tocarle la cara.
Apenas soy capaz de pensar en nada.
Me gusta el silencio mental que suele provocarme.
—No podemos —dice con una voz apenas audible.
Sigue con los ojos cerrados, y la palma de mi mano cubre su mejilla sin que yo sea consciente de
haberla
puesto ahí. Recorro con el
pulgar el contorno de sus
labios carnosos. Cuando
mi mano
desciende hasta su cuello, siento que se le acelera el pulso.
—A lo mejor sí que podemos —susurro.
En este momento, lo único que sé es que sus manos se están aferrando a la tela de mi sudadera y,
aunque sus palabras son vacilantes, me está atrayendo hacia sí.
—No sabes lo poco que te convengo —dice a toda prisa; abre los ojos sólo una fracción, y se me
parte el alma.
Veo dolor en ellos, un dolor profundo escondido tras el marrón claro con motitas verdes de sus
iris. Me lo está mostrando por primera vez, y siento su peso bajo sus párpados caídos. Algo que no
sabría cómo explicar se activa dentro de mí. Quiero sanarla. Quiero que sepa que todo irá bien.
Quiero que sepa que el dolor sólo es algo permanente si dejamos que lo sea.
No sé cuál es el origen del suyo, pero estoy seguro de que haré lo que haga falta para liberarla de
él. Mis hombros pueden soportar su dolor. Son fuertes, están hechos para ello, y necesito que lo sepa.
De
repente, siento la tremenda necesidad
de protegerla, como si ésa
hubiera sido mi misión
durante toda mi existencia.
—No sabes dónde te estás metiendo —me advierte Nora, y yo le pongo el pulgar contra los labios
para hacerla callar.
Los separa ligeramente al sentir mi tacto y exhala un suspiro sin aliento.
—Me da igual —digo, y lo digo muy en serio.
Cierra los ojos de nuevo y me atrae más y más hacia sí, hasta que nuestros cuerpos se pegan y
nuestras curvas casan como si hubiéramos sido creados para unirnos.
Me inclino y me humedezco los labios, y ella gime un poco, como si hubiese estado esperando
toda
una eternidad a que mis
labios encontraran los
suyos. Y yo también lo
siento así. Tengo una
inmensa sensación de alivio, como si hubiese hallado una parte de mí que no sabía que me faltaba.
Poso
la mano
sobre su mejilla y apenas
un par
de centímetros separan nuestras bocas.
Nora
respira con mucha suavidad, como si yo fuera el frágil y ella la que tiene que tratarme con cuidado.
Sus labios saben a azúcar, y ella es mi postre favorito.
La
beso con
ternura, presionando con
delicadeza los labios contra las
comisuras de su boca, y
ella emite un sonido gutural que casi hace que pierda la razón. Siento un ligero mareo cuando abre la
boca y su lengua roza con suavidad la mía.
Estoy totalmente atolondrado, y me encanta. No quiero volver a pensar con claridad en toda mi
vida. Coloco la otra mano sobre su espalda y empujo su cuerpo con cuidado contra el mío hasta que
no nos separa ni un solo centímetro.
A través de sus suaves labios, susurra mi nombre, y nunca había sentido un subidón semejante. Se
aparta
durante un momento y me
siento perdido, como
nadando en medio de la
nada y,
cuando su
boca vuelve a pegarse a la mía, es como si me hubiese encontrado y me anclara a ella.
Algo vibra sobre la encimera de la cocina y la música que había olvidado que estaba sonando se
silencia.
Es como si hubiese perdido los últimos minutos de mi vida, pero no quiero recuperarlos. Quiero
seguir así, perdido, con ella.
Sin embargo, la realidad tiene otros planes. Nora se aparta y se lleva mi silencio mental consigo.
Agarra el teléfono, lo mira y desliza el dedo índice rápidamente por el círculo verde. Me apoyo en la
encimera para serenarme. Ella se excusa y sale al pasillo.
Pasan
unos minutos de silencio. La
oigo hablar, pero no distingo
sus palabras. Cada vez habla
más alto, y tengo que obligarme a no acercarme a la puerta para intentar escuchar su conversación.
—Tengo que irme —dice cuando vuelve a la cocina—. Pero volveré por la mañana para ayudarte
a decorar la tarta. Voy a envolverla para que no se seque.
Se desplaza por la cocina y me doy cuenta de que su expresión corporal ha cambiado. Tiene los
hombros caídos y evita mi mirada.
Una sensación de ansiedad se instala en mi pecho.
—¿Va todo bien? ¿Puedo ayudarte en algo? —pregunto.
En este mismo momento decido que pocas cosas hay en este mundo que no haría por ella.
Sé que es una locura y que apenas la conozco. Soy consciente de que es difícil proteger a alguien
que
no te
deja hacerlo. Y también soy
consciente de que tengo una
relación complicada en la que
estoy
y dejo
de estar con otra persona,
pero ya
no hay
vuelta atrás. No puedo borrar
los últimos
minutos, y, aunque pudiera, no lo haría.
—Sí,
todo bien. Es que tengo
que volver al Lookout, mi
jefe me necesita —dice con
una débil
sonrisa que sé que esconde algo más.
Permanezco en silencio mientras ella envuelve la tarta con film y coge su camisa del respaldo de
la silla. Se mete la corbata en el bolsillo trasero de sus pantalones negros y se dirige a la puerta de la
cocina.
Sigue sin mirarme a los ojos, y eso me está torturando.
—No te preocupes por los platos, ya los recogeré mañana —añade.
Asiento, pues no sé qué decir. El hechizo de nuestro beso se está desvaneciendo a gran velocidad,
y la infinidad de preguntas que tengo que hacerle inundan mi mente.
—Lo siento —dice, y sé que lo dice de verdad.
Me quedo con eso al menos.
Desaparece por la puerta y me quedo ahí plantado durante unos minutos, recapitulando cada uno
de
los instantes que acabamos de
compartir. Desde el dulce sabor
de sus
labios de azúcar hasta la
desesperación de sus dedos agarrándose a la tela de mi sudadera.
El
apartamento está muy
silencioso, a diferencia de mi
mente. Me vuelvo hacia el
fregadero y
abro
la puerta del lavavajillas. Tiro
las sobras de brócoli y
vuelvo a meter el aceite
de oliva en el
armario.
Cuando Pau llega a casa, continúo en la cocina, sentado a la mesa. Los platos ya están limpios y
guardados, y no queda ni rastro de azúcar glas.
Entra desatándose el delantal y lo deja en el respaldo de la silla.
—Uy, ¿qué haces despierto?
Miro la hora en el reloj de la cocina. Es casi la una de la madrugada.
—No lo sé —miento.
Bastante mal lo está pasando ella ya, no quiero cargarla con mis problemas, y menos cuando ni
yo mismo los entiendo.
Pau me mira y veo en sus ojos que está haciendo conjeturas. Echa un vistazo a la cocina y ve la
tarta en la encimera.
—¿Y Nora? —pregunta.
—Ha
venido un rato, pero la han llamado
del trabajo y ha tenido
que irse
—explico con la
garganta seca.
—¿En serio? ¿Quién la ha llamado? Vengo de allí y sólo quedábamos Robert y yo.
Debería sorprenderme, pero no es así.
Hago un gesto despreocupado con la mano.
—Lo habré oído mal. ¿Qué tal el trabajo?
Cambio de tema, y Pau me lo permite.
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