domingo, 9 de octubre de 2016

After Todo por ti Cap 8



En el camino de regreso a casa, no paro de pensar:

A) «Eso ha sido muy extraño».

B) «No soporto a Aiden, ni su pelo raro ni sus piernas larguiruchas. ¿Qué narices quiere tener con ella?»

C) «Seguramente está intentando que se pase al lado oscuro, ¡pero lo tengo calado!»

Al abrir la puerta de casa me recibe un intenso olor a vainilla. O Pau ha pasado al echarse espray corporal o alguien está horneando algo. Espero que sea lo segundo. El olor me resulta
reconfortante. Mi casa de la infancia siempre olía a galletas de chocolate y a pastelitos de arce, y no
me hace mucha gracia pensar que un espray corporal me evoca esos recuerdos. El desengaño sería
del mismo calibre que la experiencia que acabo de vivir con Dakota...

Tiro las llaves sobre la mesita de madera del recibidor y me encojo al ver que mi llavero de los
Red Wings deja un arañazo en la superficie. Mi madre me regaló esta mesa cuando me trasladé a
Nueva York y me hizo prometerle que la cuidaría. Era un recuerdo de mi abuela y, para ella, todo lo
relacionado con mi difunta abuela tiene un gran valor, ya que no quedan muchas cosas, especialmente
después de que Pedro

trozase aquella vitrina llena de valiosos platos.

Mi madre siempre dice que mi abuela era una mujer encantadora. Yo sólo tengo un recuerdo de
ella, y era de todo menos encantadora. Tendría unos seis años entonces, y me pilló robando un
puñado de cacahuetes de un barril enorme en el supermercado. Estaba en el asiento trasero de su
furgoneta, con la boca y el puño llenos de frutos secos. No recuerdo por qué lo hice, ni si era
consciente de lo que estaba haciendo, pero cuando ella se volvió para ver qué hacía, me pilló
abriendo cáscaras con los dientes. Frenó súbitamente y me atraganté con parte de la cáscara. Me
estaba asfixiando, pero ella creía que estaba fingiendo, así que se enfadó todavía más.

Tosí hasta conseguir expulsar los trozos atascados en mi garganta e intenté recuperar el aliento
mientras mi abuela cambiaba de sentido en plena autopista, haciendo caso omiso de los cláxones de
los conductores comprensiblemente furiosos, y me llevó de regreso al supermercado. Me hizo
confesar lo que había hecho y me obligó a disculparme, no sólo ante la cajera, sino también con el
encargado. Me sentí humillado, pero jamás volví a robar nada.

Falleció cuando yo estaba en secundaria, dejando atrás dos hijas que no podían ser más diferentes.

Aparte de esto, toda la información que tengo de ella me viene de parte de mi tía Reese, que la pinta
como si hubiese sido un auténtico tornado, a diferencia del resto de mi tranquila familia. Nadie se
metía con nadie que se apellidara Tucker, el apellido de soltera de mi madre, si no querían tener que
enfrentarse a la abuela Nicolette.

La tía Reese es viuda de un policía y tiene un buen casco de pelo rubio enlacado bien alto para
albergar su abundancia de opiniones. Siempre me había gustado estar con ella y con su marido,
Keith, antes de que éste falleciera. Siempre estaba contenta. Era muy divertida y roncaba cuando se
reía. El tío Keith, a quien consideraba superguay sólo por el hecho de que era policía, me regalabacromos de hockey cada vez que me veía. Recuerdo que en muchas ocasiones deseé que hubiera sido
mi padre. Es un poco triste, sí, pero a veces anhelaba que hubiese otro hombre en casa. Aún recuerdo
los gritos desgarrados de mi tía a través del pasillo y el rostro pálido y las manos temblorosas de mi
madre cuando me dijo: «No pasa nada, vuelve a la cama, cariño».

La muerte de Keith dejó a todo el mundo hecho polvo, sobre todo a Reese. Estaba tan destrozada
que estuvieron a punto de embargarle la casa. No tenía ningún interés en vivir, y mucho menos en
sacar un talonario para extender un cheque de una cuenta llena con el dinero manchado de sangre que
la compañía del seguro de vida de su marido había depositado en ella. No limpiaba, ni cocinaba, ni se
vestía; pero siempre cuidó de sus hijos. Bañaba y aseaba a los pequeños, y sus redondas barriguitas
eran prueba de que siempre ponía a sus hijos por encima de todo. Se rumorea que mi tía le dio todo
el dinero que recibió por la muerte de su marido a su hija mayor, fruto de un matrimonio anterior. Yo
nunca llegué a conocerla, así que no sé si es verdad o no.

Reese y mi madre siempre estuvieron muy unidas, ya que sólo se llevaban dos años. Y, aunque la
tía Reese sólo nos ha visitado en Washington una vez, hablan por teléfono muy a menudo. La muerte
de mi abuela no pareció afectar a Reese del mismo modo que a mamá. Mamá hizo frente a su
fallecimiento con serenidad y horneando muchos pasteles, pero también le resultó duro, y esta mesa

que acabo de arañar es lo único que le queda de ella.

Soy un mal hijo...

—¡¿Hola?! —grita Pau
desde la cocina, e interrumpe el estallido de imágenes de minúsculos todas que flotaban alrededor de mi cabeza.

Me agacho y me quito las zapatillas para no manchar el impoluto suelo de madera vieja. Pau 
se
pasó una semana entera puliéndolo, y no tardé en aprender a no llevar los zapatos dentro de casa. Por
cada huella que dejaba, juro que se pasaba veinte minutos en el suelo con la pequeña pulidora en la
mano.

Con toda la porquería que hay en las calles de Nueva York, supongo que es lo mejor de todas
maneras.

—¿Hola? —repite Pau

Cuando levanto la vista, veo que está a escasos metros de mí.

—Me has asustado —dice mirándome a los ojos.

Tiene miedo desde que alguien entró a robar en un apartamento del primer piso hace un par de
meses. No lo dice mucho, pero lo sé por cómo mira la puerta cada vez que oye un crujido en el
pasillo.

Pau
 lleva la camiseta de la Washington Central y tiene las mallas negras cubiertas de algo que parece harina.

—Perdona. ¿Estás bien? —pregunto.

Las oscuras ojeras que tiene debajo de los ojos me indican que no.

—Sí, claro. —Sonríe, y apoya el peso de su cuerpo en el otro pie—. Estoy haciendo pasteles, y es imposible estar mal cuando se hace eso —dice, y su voz se transforma en una risa burlona—.
Además, estoy con Nora. Está en la cocina —añade.


Mi cerebro decide omitir esa última parte de momento.

—Mi madre estaría orgullosa de ti. —Le sonrío y dejo caer la chaqueta sobre el brazo del sofá.Pau 
lo ve, pero decide hacer como si no lo hubiera visto. Además de encargarse de la limpieza,
es una compañera de piso perfecta. Me permite tener mi tiempo y mi espacio en el apartamento y,
cuando está aquí, disfruto de su compañía. Es mi mejor amiga, y no está pasando por el mejor
momento de su vida.

—¡Sí! —oigo gritar a Nora.

Pau 
pone los ojos en blanco y yo le lanzo una mirada inquisitiva, a la que responde señalando la cocina con la cabeza.

—Menos mal —dice con tono sarcástico mientras la sigo hacia allí.

La dulce esencia se va volviendo más intensa a cada paso. Pau
 va derecha hacia el pequeño
carrito al que llamamos isla. Hay al menos diez bandejas apiladas unas encima de las otras en el
reducido espacio.

Luego me informa del motivo de celebración:

—Esta vez debe de haberle salido bien.

—Hemos invadido tu cocina —me dice Nora.

Me mira directamente con sus ojos marrones durante un instante y se vuelve hacia el desastre que tienen montado.

—Hola, Sophia Nora de Laurentiis —digo, y abro la nevera para coger un poco de agua.

Al oír la palabra Sophia, Paula 
abre la boca para corregirme, pero creo que pilla mi bromita y no dice nada.

Nora, en cambio, dice:

—Hola, Landon —sin apartar la vista de su tarea.

Intento no quedarme mirando las manchas de glaseado morado que lleva en la parte delantera de su camiseta negra, aunque ésta es bastante ajustada y ceñida en la zona del pecho y el glaseado llama
mucho la atención...

«Landon, mira hacia otra parte.»

Me quedo observando el desastre morado que tiene delante, pero descubro que no es tal cosa. Es
una tarta morada de tres pisos cubierta de grandes flores lilas y blancas. El centro de la flor glaseada
es amarillo y lleva purpurina comestible. Tiene tantos detalles que casi parece falsa. Las flores de
caramelo tienen pinta de oler de maravilla y, sin darme cuenta, me inclino e inspiro hondo.

A Nora le da la risita y la miro. Me observa como si fuera un dibujo animado.

La verdad es que es muy guapa. Sus elevados pómulos marcados le confieren un aire de diosa. Es
muy exótica, con esa piel bronceada y esos ojos marrón claro con motitas verdes. Su pelo es muy
oscuro y reluce bajo la luz que zumba en el techo.

Tengo que arreglar esa luz.

Alguien llama entonces a la puerta e interrumpe mi festín visual.

—Voy yo —dice Pau 
con una sonrisa—. Es muy bonita, ¿verdad?

Le da a Nora en la cadera con la espátula y se dirige a la puerta. Me alegra verla sonreír.

Nora se pone roja y baja la barbilla. Después esconde las manos detrás de la espalda.

—La verdad es que sí —coincido.

Alargo la mano y le levanto la barbilla con los dedos. Ella sofoca un grito y abre la boca del todo
al sentir mi tacto. Me encojo al ver que se aparta de golpe.

«¿Por qué narices la he tocado de esa manera? Soy un idiota.»

Qué vergüenza.

Soy un idiota muerto de vergüenza.

Esto parece ser algo recurrente cada vez que está presente. En mi defensa, he de decir que fue ella
la que empezó ayer tocándome el estómago con sus uñas oscuras.

Nora sigue mirándome con fijeza a los ojos. Percibo cierto aburrimiento oculto detrás del tímido
orgullo de su creación comestible. Tengo la sensación de que no es fácil complacer a esta mujer.

—¿Qué? —dice como si estuviera a medio camino entre ser grosero con ella y halagarla.

Me encojo de hombros.

—Nada.

Me humedezco los labios. Ella inspecciona mi rostro y se centra en mi boca. Tiene una energía
cinética. Esta mujer tiene algo tremendamente eléctrico. Antes de que me dé tiempo a terminar mi
pensamiento, recorre el reducido espacio que nos separa, rodea mi cuello con los brazos y apoya las
manos en mi nuca. Al principio, su boca me resulta brusca. Sus labios colisionan contra los míos.

Una vez superada la sorpresa inicial que me causa su muestra de afecto, abro la boca para recibirla.

Sus labios son cálidos, y me besa de forma implacable, deslizando su lengua sobre la mía. Controlo
el impulso de estrecharla más fuerte y dejar que el beso me invada. Nora aparta las manos de mi
cuello. Son pequeñas, pero nada delicadas. Sus largas uñas están ahora pintadas con esmalte carmesí.

Debe de ir a hacerse la manicura con frecuencia. Abre las manos por completo y frota con ellas los
firmes músculos de mi torso.

Me besa, me tienta, me besa.

Besarla es como tocar cera caliente. La brusca quemadura de la sorpresa escuece, pero pronto se
transforma justo en todo lo contrario, en algo más suave. Mis manos encuentran sus caderas y
empujo su cuerpo contra la encimera. Un leve gemido escapa de su boca y me muerde el labio
inferior. Mi cuerpo responde sin poder evitarlo. Intento dar un paso atrás para no clavarle mi
erección, pero no me deja. Se aferra a mi pantalón y me pega contra su suave cuerpo. Lleva una
camiseta ceñida, aún más ceñida que sus mallas. Sé que puede sentir cada centímetro de mi miembro
erecto contra ella.

—Joder —exhala contra mi boca.

Yo suspiro en la suya.

Entonces se aparta y, al instante, siento un fuerte vacío.

Me da un toquecito en la nariz con la uña roja de su dedo índice y me sonríe. Tiene las mejillas
coloradas y los labios hinchados por las atenciones de nuestro beso.

—Vaya, esto no me lo esperaba —dice.

Se tapa la boca y se pellizca el labio inferior con el índice y el pulgar.

«¿Que no se lo esperaba? ¿En serio?»

Me hago el duro y me inclino sobre la encimera. Apoyo los codos en la fría superficie de piedra e
intento pensar en algo inteligente que decir. Sigo excitado, y una silenciosa electricidad corre por mis
venas, mientras que ella parece estar como si no hubiera pasado nada.

¿A qué ha venido eso?

Decido ser directo, como ella. Al menos, por un momento.

—¿Por qué me has besado? —le pregunto.

Ella se queda observándome, entorna los ojos e inspira hondo. Tiene la parte inferior de la
camiseta ligeramente levantada, de modo que puedo ver la bronceada curva de su cadera. Me distrae
de todas las maneras posibles incluso sin pretenderlo.

—¿Que por qué? —dice. Parece que mi pregunta la ha confundido de verdad.

Un mechón de pelo escapa de detrás de su oreja, y ella vuelve a colocarlo en el sitio. Tiene el
cuello al descubierto, y parece que está suplicando que mis labios cubran su piel.

—¿Es que no querías que lo hiciera?

«Sí, quería» sonaría demasiado desesperado.

«No, no quería» sonaría demasiado grosero.

No sé qué decir. No es que quisiera que me besara, pero tampoco es que no quisiera que lo
hiciera. Yo mismo estoy confundido, así que, ¿cómo voy a intentar explicárselo a ella? Todo lo que
diga enredará más la cosa.

Me quedo ahí plantado en un absurdo silencio y, de repente, parece aburrida otra vez. Observo
cómo el calor que la envuelve se transforma en una difusa calidez.

Pero entonces cambia de tema.

—Deberías salir conmigo y con mis compañeras de piso esta noche —dice.

«Vale...»

Una parte de mí quiere continuar con la conversación y descubrir por qué me ha besado, pero es
evidente que no quiere hablar al respecto, así que no voy a insistir. No quiero que se sienta incómoda
ni darle la impresión de que no me ha gustado.

Estoy intentando aprender a ser un adulto. Cada mes que pasa, se me hace más fácil, pero a veces
se me olvida que la necesidad de la inmediatez es algo que sólo los jóvenes ansían. Si fuéramos
adolescentes, ese beso nos habría comprometido el uno con el otro de alguna manera, pero las
relaciones de los adultos son mucho más complicadas. Es un proceso mucho más lento. Suele suceder
esta forma: conoces a alguien a través de un amigo, le tiras la caña y tienes una cita con esa
persona. Al final de la segunda cita, lo normal es que os beséis. A la quinta cita, ya os habéis acostado.

Pasan doce citas antes de que empecéis a dormir juntos de manera regular. Al año os vais a vivir
juntos, y a los dos años os casáis. Os compráis una casa y empezáis a tener hijos.

A veces, las últimas dos se invierten, pero la mayor parte del tiempo la cosa suele ser de esa
manera, según la televisión y las películas románticas. Esto, claro, no se aplica en el caso de Pedro  y Paula,
 que se saltaron el «protocolo» y se fueron a vivir juntos a los cinco meses de estar saliendo,
pero bueno.

—¿Eso es un no? —insiste.

Sacudo la cabeza e intento recordar de qué estábamos hablando. De sus compañeras de piso... Ah,
sí, de salir con sus compañeras de piso.

Miro hacia la sala de estar cuando oigo que Pau
está hablando con alguien y, en cuanto me
vuelvo otra vez hacia Nora, veo que se está estirando con los brazos en el aire, y muestra más la piel
de su vientre. Es alta y voluptuosa, debe de medir al menos un metro setenta.

Y, una vez más, consigue distraerme.

—¿Adónde vais a ir? —pregunto.

No quiero rechazar su invitación, sólo tengo curiosidad.

—La verdad es que todavía no lo sé. —Coge el teléfono de la encimera de la cocina y desliza el
dedo por la pantalla—. Voy a preguntar. Tenemos un grupo de chat del que suelo pasar porque lo
único que hacen es poner un montón de fotos de tíos buenos desnudos, pero voy a preguntarles.

Me río.

—Parece mi grupo ideal.

Me arrepiento al instante de mi propia broma, pero a ella da la impresión de que le hace gracia.

¿Por qué no consigo cerrar el pico cuando estoy con ella? Necesito un filtro antipatetismo. Aunque,
bien pensado, si no tuviera nada embarazoso que decir delante de ella, probablemente no tendría nada
que decir en absoluto.

—Genial, pues... —Se ríe.

La vergüenza que siento desaparece al oír ese sonido. Es despreocupado, no parece preocuparlenada en esta vida. Quiero volver a oírlo.

—A veces me esfuerzo demasiado —admito riéndome con ella.

Nora levanta la barbilla hacia mí.

—No hace falta que lo jures —dice, y pone morritos, poniéndome a prueba.

Es como si me estuvieran suplicando que los besara otra vez.

En su teléfono empieza a sonar la sintonía de una serie que reconozco al instante.

Enarco una ceja.

—¿«Parks and Recreation»? No te pega que te guste —la provoco.

Me encantaba esa serie, hasta que internet se la arrebató a los auténticos fans y la convirtió en
algo guay, digno de crear memes.

Rechaza la llamada, pero el teléfono vuelve a sonar de nuevo. Nora la rechaza inmediatamente de
nuevo. Me planteo preguntarle al respecto, sólo para asegurarme de que está bien. No puedo evitarlo.

Se ha convertido en una especie de hábito para mí, asegurarme de que todo el mundo esté bien. Pero
justo cuando estoy a punto de inmiscuirme en los asuntos de Nora, Pau 
vuelve a la cocina seguida
de un joven que lleva un chaleco rojo de trabajo y un cinturón repleto de herramientas.

—Ha venido para arreglar el triturador de basura —me explica.

El hombre le sonríe y se queda mirándola demasiado rato para mi gusto.

—¿Tenemos triturador de basura? —pregunto.

Primera noticia.

Las dos chicas se miran la una a la otra y ponen esa cara que solían poner las mujeres de los
cincuenta como diciendo: «Hombres...».

No es justo. Siempre ayudo con los platos. Los meto en el lavavajillas, los froto y seco la vajilla
si Pau 
no lo ha hecho antes. No soy el típico tío que no sabe dónde está el triturador de basura
porque sea un vago, es que no me había dado cuenta de que estaba. Ni lo había usado. Ahora que lo
pienso, creo que no he usado un triturador de basura en la vida.

Nora coge el teléfono de la encimera de la cocina. La pantalla está iluminada como si estuviera
sonando otra vez, pero debe de haberlo puesto en silencio. Cierra los ojos y suspira.

—Tengo que irme —dice.

Vuelve a mirar el teléfono, lo mete en el bolsillo de la chaqueta que ha dejado colgada en el
respaldo de la silla y la coge.

Me apresuro a ayudarla y le sostengo la prenda de abrigo mientras ella mete los brazos. El
técnico en reparaciones se fija en Nora y observa cómo abraza a 

Pau y me da un beso en la mejilla.

Algo caliente y un poco amargo bulle en mi interior cuando le mira el culo. Ni siquiera se molesta en
ocultarlo. No lo culpo por querer mirar, pero, hombre, muestra un poco de respeto.

Sin darme tiempo a darle lecciones de modales al tipo, Nora se despide de mí con la mano y dice:

—Te mando un mensaje cuando sepa adónde vamos.

Mentiría si dijera que no estaba interesado y que me preocupaba un poco que no me mandara ese
mensaje. No sé cuántas otras opciones tiene. Y desconozco las estadísticas de mis rivales... Dios mío,
estoy comparando una cita con los deportes. Otra vez. Últimamente he llegado a la conclusión de que
no se diferencian tanto, pero más me vale ver las cosas desde otro punto de vista.

Pero ¿por qué estoy llegando a la conclusión de que Nora quiere algo conmigo? ¿Porque me ha
besado y después me ha invitado a salir con ella?

Sí, justo por eso. No sé si estoy sufriendo una regresión en mi proceso de convertirme en adulto
o qué.

Cuando ella se marcha, Pau

 parece una ardilla listada que acaba de encontrar un botín de frutossecos oculto debajo de una hoja.

—¿A qué ha venido eso? —pregunta con curiosidad.

Estoy tan acostumbrado a su intromisión que no me molesta. Me froto la barbilla y tiro
ligeramente del vello que está creciendo ahí. Levanto las manos en mi defensa.

—No tengo ni la menor idea. Acaba de besarme. Yo creía que ni siquiera sabía cómo me
llamaba...

—¡¿Que ha hecho qué?! —chilla Pau

Este cotilleo basta para alimentar a Paula Chaves

durante días. No va a parar de repetírmelo, y
seguro que también se lo cuenta a mi madre.

El técnico ladea la cabeza como si estuviera escuchando un culebrón. Podría disimular al menos.

Aunque supongo que, si yo me pasara todo el día arreglando electrodomésticos, también necesitaría
un poco de entretenimiento cómico. Debe de ser como darle un poco de color a un cuadro en blanco
y negro.

—¡Yo tampoco lo sabía! Bueno, sé que sabía cómo te llamabas —dice Pau tan literal como siempre.

—No entiendo nada. Estoy tan confundido como tú.

Pau 
me está mirando de una manera muy rara, como si estuviera intentando ocultar su decepción.

No sé cómo interpretarlo. Supongo que es porque echa de menos a Pedro, 
pero es probable que me
equivoque. No sé qué pensar de todo esto.

En lugar de entrar en un cotilleo que puede que al final quede en nada, me ajusto el cordón de los
pantalones de correr y me dirijo a la puerta.

—¡Aún no hemos acabado de hablar de esto, Landon Gibson! —grita Pau 
mientras salgo.

Y, no sé por qué, me hace sentir un poco como si fuese un criminal a la fuga

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