Dakota
está de
pie en
la cocina, mirándome fijamente y
con la
boca fruncida en un gesto
furioso.
Lleva el pelo suelto y unos tirabuzones rebeldes le caen sobre los hombros. Juguetea con sus uñas, y
la verdad es que no me gusta nada su actitud; se comporta como si estuviésemos en el instituto.
Mejor dicho, parece una niña de primaria, y el tutú que lleva no contribuye a que tenga aspecto de
adulta.
—¿A qué ha venido eso? ¿Qué narices te pasa? —pregunto.
Igual he sido un poco brusco, pero necesito respuestas. Esto no tiene sentido.
Y, cómo no, se pone de inmediato a la defensiva y me fulmina con la mirada como si fuese yo el
que
estuviera actuando como
un niño
celoso. Dakota no contesta, sólo
me observa y suaviza la
mirada.
Pone morritos y se apoya
con aire
despreocupado contra la
encimera como si no hubiera
ocurrido nada.
Decido no dejarlo pasar.
—¿Por qué acabas de echar a la amiga de Pau de nuestro apartamento?
Ella me mira. Supongo que su silencio no es más que una táctica para ganar tiempo y decidir qué
decir.
Por fin, al cabo de unos segundos, suspira y empieza a hablar.
—Para mí no es sólo la amiga de Pau, Landon. Es mi compañera de piso, y no quiero que se
acerque a ti. No te conviene. Y no voy a permitir que intente colgarse de ti.
Hace una pausa y añade:
—Me niego a dejar que eso suceda.
No sé qué es peor: si su tono de su voz o los celos posesivos que transpiran sus palabras, pero se
me ponen los pelos de punta y empiezo a sentir cómo se acumula la adrenalina en mi pecho.
—Vale; para empezar, no tenía ni idea de que vivierais juntas, así que todavía lo estoy procesando.
Y, en segundo lugar, tú no eres nadie para decidir quién me conviene y quién no, Dakota —le digo.
Se queda de piedra, como si acabara de darle una bofetada.
—¡Así que te gusta! —exclama, y tuerce el gesto al concluir su afirmación.
A
cada segundo que pasa estoy
más y
más cabreado con ella, y
siento que la tensión entre
nosotros aumenta conforme asciende y desciende mi pecho al respirar.
—No. Bueno, la verdad es que no sé qué siento por ella. —Mi respuesta suena como si estuviera
evitando decir la verdad, pero lo cierto es que no lo sé.
Siempre
he sido
sincero con Dakota, excepto en
aquellos contados momentos
en los
que era
mejor no expresar la verdad.
Lo que sí sé es que ella no tiene derecho a decidir por mí.
Cruza la cocina en mi dirección y su reluciente tutú se mece con cada paso que da.
—Vale, pues intenta averiguarlo, porque no quiero que estés confundido respecto a lo que sientes
por mí también. —Pone los ojos en blanco.
Reconozco ese tono, esa coraza.
—Corta el rollo. Conéctalas —le digo.
Ella sabe perfectamente a qué me refiero.
Dakota
es especialista en desconectar completamente sus emociones para
evitar exponerse al
dolor
y, con
los años, yo me he especializado en
recordarle que las conecte y
que baje
la guardia.
Pero sólo cuando sé que es seguro que lo haga; siempre he querido mantenerla a salvo.
Suspira vencida.
—Últimamente he estado pensando mucho en ti.
—Y ¿qué has pensado? —le pregunto.
Dakota traga saliva y se muerde el labio inferior.
—Que te quiero, Landon.
Lo
manifiesta como si tal cosa,
como si
sus palabras no fuesen a
causar ningún efecto en mí,
como si no fuesen a deshacer ese inmenso nudo que está alojado bajo mi caja torácica que tanto ha
esperado que ella lo deshaga para aliviar el dolor.
Esas palabras no habían salido de su boca desde antes de que me trasladase a Nueva York. En su
día, esas palabras me resultaban tan normales como oír mi propio nombre, pero ya no.
Ahora
me atraviesan e interfieren en
los avances que había hecho
para recuperarme de la
dolorosa soledad que sentí cuando me dejó. Amenazan con derribar la ya de por sí frágil fortaleza
que me había esforzado por levantar desde que decidió que ya no quería estar conmigo.
Esas palabras significan mucho más para mí de lo que ella puede llegar a imaginar, y siento que
el corazón se me va a salir del pecho de un momento a otro.
No esperaba una declaración de amor por su parte. Estaba preparado para que me soltara palabras
furiosas.
No sé cuál de las dos cosas me dolería más, la verdad.
—Es
cierto, Landon —dice Dakota interrumpiendo mi silencio, y
cierro los ojos—. Te he
querido desde que tengo uso de razón, y lamento seguir causándote problemas. Sé que te hago daño,
sé que te lo he hecho, y lo siento muchísimo...
Su voz se rompe al final de la frase y sus ojos se inundan de lágrimas. Ahora está más cerca, tanto
que oigo su respiración.
—He sido una egoísta, sigo siéndolo, y aunque sé que no tengo ningún derecho, no soporto verte
con nadie más. No estoy preparada para compartirte. Recuerdo la primera vez que te vi...
Abro los ojos e intento recuperar el aliento.
Debería detenerla e impedir que siga desenterrando viejos recuerdos, pero no soy capaz. Quiero
oírlos.
Necesito oírlos.
—Ibas por la calle con tu bicicleta. Yo te veía desde la ventana de mi cuarto. Carter acababa de
volver
a casa
de una
acampada y uno de los
padres había llamado al mío
para hablar sobre una
especie de rumor, algo acerca de que Carter había intentado besar a otro niño.
Se me encoge el corazón al oír sus palabras. Nunca habla de Carter, no con tanto detalle, ya no.
—Mi padre salió corriendo por el pasillo, cinturón en mano. —Se estremece.
Yo también lo hago.
—No paraba de gritar. Recuerdo que pensé que la casa se iba a derrumbar si no paraba.
Dakota tiene la mirada perdida. Ya no está en Nueva York, está de vuelta en Saginaw. Y yo estoy
allí con ella.
—Tú ibas por la calle con tu bicicleta y tu madre estaba contigo, haciéndote fotos o grabándote en
vídeo, y, cuando Carter empezó a gritar con cada latigazo que recibía, yo me quedé mirándoos a tu
madre y a ti. Ella cayó al suelo, como si hubiera tropezado con su propio pie o algo así, y tú corriste
junto a ella como si tú fueras el padre y ella la hija. Recuerdo que deseé ser más fuerte, como tú, y
ayudar a Carter. Pero sabía que no podía.
Sus labios empiezan a temblar y se me parte el alma. Un intenso dolor invade mi cuerpo entero.
—Ya sabes lo que ocurría cuando intentaba ayudarlo.
Lo sabía. Había sido testigo de ello en varias ocasiones. Mi madre llamó a la policía dos veces,
hasta
que nos
dimos cuenta de que el
sistema era tremendamente
defectuoso y mucho más
complicado de lo que dos niños pudieran llegar a imaginar.
Mis pies se mueven y me acercan a Dakota sin el permiso de mi mente. Pero ella levanta la manita
y me detengo en seco.
—Tú, escucha, no intentes arreglar nada —me ordena.
Hago todo lo posible por cumplir sus deseos. Me quedo mirando los dígitos verdes del reloj de la
cocina y pongo las manos detrás de la espalda. Son casi las nueve, el día ha pasado de largo sin mí.
Continúo con la mirada fija en los números mientras ella prosigue.
—Recuerdo la primera vez que hablaste conmigo, la primera vez que me dijiste que me querías.
¿Tú te acuerdas de la primera vez que me dijiste que me querías?
Claro que me acuerdo. ¿Cómo iba a olvidar ese día?
Dakota había huido de su casa; Carter me dijo que llevaba horas desaparecida. Su padre, borracho
y aparentemente indiferente ante el hecho de que su hija de quince años hubiera desaparecido, estaba
sentado
en su
sucio sillón reclinable con una
cerveza fría en la mano.
Tenía una barriga inmensa.
Todo el alcohol y la cerveza debían ir a parar a alguna parte. Llevaba semanas sin afeitarse, y tenía
una barba espesa y desaliñada.
No logré obtener ninguna respuesta por su parte. Ni siquiera conseguí que apartase la vista de la
maldita
pantalla del televisor. Recuerdo que
estaba viendo «CSI», y que
el pequeño salón estaba
cargado
de humo
y plagado de basura. La
mesa estaba llena de latas
de cerveza vacías y el
suelo
estaba repleto de revistas sin leer.
—¿Dónde está? —le pregunté por quinta vez.
Le gritaba tanto que tenía miedo de que reaccionara y me golpeara como lo hacía con su hijo.
Pero no lo hizo, se quedó allí sentado, mirando la pantalla, y yo me rendí pronto, pues sabía que
estaba demasiado ebrio como para hacer nada útil.
Se movió y di un pequeño brinco, pero me relajé al ver que sólo lo había hecho para coger su
paquete de tabaco Basic. Cuando agarró el cenicero, un montón de colillas y de ceniza cayeron sobre
la
moqueta marrón. No pareció percatarse,
como tampoco parecía percatarse de mi presencia
y de
mis preguntas sobre el paradero de su hija.
Cogí
mi bici
y di
una vuelta por el barrio,
deteniendo a todas las personas
con las
que me
encontraba. Empecé a asustarme cuando Buddy, uno de los borrachos que vivía junto al bosque, me
dijo
que había visto adentrarse en él a
Dakota. Llamábamos a
las hileras de árboles y
basura el
Territorio,
y estaba repleto de gente
con vidas vacías. Las drogas
y el
alcohol eran lo único que
tenían, y dejaban el bosque lleno de sus escombros.
El Territorio no era seguro. No estaba segura en el bosque.
Dejé la bici junto a un grupo de píceas y me adentré en la oscuridad como si me fuera la vida en
ello. Y, en cierto modo, así era.
Seguí
las voces y decidí ignorar
el dolor de mis músculos
mientras corría hacia el centro.
El
Territorio
no era
muy grande. Se atravesaba fácilmente
de un
lado a
otro en
cinco minutos. La
encontré en el medio, sola, ilesa, con la espalda pegada a un árbol.
Cuando lo hice, me ardían los pulmones y apenas podía respirar, pero estaba a salvo, y eso era lo
único que importaba. Estaba sentada cruzada de piernas en el suelo del bosque, rodeada de barro y de
palos y hojas, y yo no me había sentido tan aliviado en toda mi vida.
Levantó la vista y me vio allí, delante de ella, con las manos en las rodillas, intentando recuperar
el aliento.
—¿Landon? —Parecía confundida—. ¿Qué haces tú aquí?
—¡Te estaba buscando! ¿Qué haces tú aquí? ¡Sabes que es peligroso! —le grité, lo que provocó
que sus ojos oscuros observaran nuestro alrededor y, entonces, asimiló dónde estaba.
Una manta sucia y vieja pendía de unas ramas rotas y hacía las veces de tienda de campaña. Había
botellas de cerveza tiradas por el suelo y la lluvia todavía no se había secado en algunos lugares, de
manera que había basura mojada y charcos de barro por todas partes.
Me incorporé y le ofrecí la mano.
—No vuelvas nunca más aquí, no es seguro.
Ella parecía estar en trance cuando ignoró mi mano y dijo:
—Debería matarlo. ¿Sabes? Creo que podría hacerlo sin que hubiera consecuencias para mí.
Sus palabras me partieron el alma. Me agaché, apoyé la espalda en el árbol y entrecrucé los dedos
con los suyos.
—He
estado viendo muchos programas de
crímenes y, por cómo bebe
y los
problemas que
causa...,
no me
pasaría nada. Podría coger el
dinero que me dieran por
la casa
y largarme de esta
ciudad de mierda. Yo, tú, Carter. Podemos irnos, Landon. Podemos...
Su
voz estaba cargada de dolorosa
necesidad, y me torturaba saber
que se
estaba planteando el
plan en serio.
—Nadie lo echaría de menos...
Una
pequeña parte de mí deseaba
poder seguirle la
corriente, aunque sólo
fuera por unos
instantes, para aliviar su dolor, pero sabía que, si lo hacía, la realidad acabaría golpeándonos a los
dos antes o después y todo sería más duro de lo que ya era.
Decidí
distraerla en lugar de decirle
directamente que no
podía asesinar a nadie. Pero
ella
necesitaba huir de allí, aunque fuera sólo con la mente.
—Y ¿adónde iríamos? —le pregunté, sabiendo lo mucho que le gustaba soñar despierta.
—Podríamos
ir a
Nueva York. Yo me dedicaría
al baile y tú podrías
ser profesor. Estaríamos
lejos de aquí, pero seguiríamos disfrutando de la nieve.
Conforme íbamos creciendo, cada vez que le hacía esa pregunta, Dakota me daba una respuesta
distinta. A veces incluso sugería que nos fuéramos del país. París era su ciudad favorita en el mundo
entero; allí podría bailar en la famosa Ópera. Entonces parecía algo imposible, vivir en algún lugar
que no fuera Saginaw.
—Incluso podríamos vivir en un rascacielos por encima de la ciudad. En cualquier parte menos
aquí, Landon, en cualquier parte menos aquí. —Su voz sonaba distante, como si ya estuviese allí.
Cuando la miré vi que tenía los ojos cerrados. Llevaba la mejilla manchada y un rasguño en la
rodilla. «Debe de haberse caído», me dije.
—Iría a donde fuera contigo. Lo sabes, ¿verdad? —le pregunté.
Ella abrió los ojos y sus labios esbozaron una sonrisa.
—¿A donde fuera? —preguntó.
—A donde fuera —le aseguré.
—Te quiero —me dijo.
—Yo siempre te he querido —le confesé.
Me apretó la mano y apoyó la cabeza en mi hombro. Permanecimos así hasta que salió el sol y se
hizo el silencio en su casa embrujada.
Y
ahora, aquí, en la cocina
de mi
apartamento de Brooklyn,
recordando nuestros sueños
y las
raíces de nuestro amor, Dakota dice con voz grave:
—Dijiste que siempre me habías querido.
—Así es —es todo lo que puedo contestar.
Porque es la verdad.
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