Al llegar al apartamento, encuentro un paquete de tamaño mediano en la puerta. Tiene el nombre de Pau escrito con un rotulador negro, lo que me revela al instante quién lo envía. Introduzco la llave en el cerrojo y empujo la caja con suavidad con el pie para meterla en casa. Las luces están apagadas; Pau no ha vuelto aún del trabajo.
Estoy cansado y mañana no tengo que madrugar. Los martes y los jueves, mis clases empiezan más tarde que el resto de la semana, y siempre estoy deseando que lleguen esos días para poder permanecer tranquilamente en la cama en calzoncillos viendo la tele. Es un lujo sencillo y algo triste, pero disfruto cada segundo de ello. Me quito los zapatos y los coloco de forma ordenada en el suelo del recibidor mientras grito el nombre de Pau sólo para comprobar que no está. Al ver que no contesta, empiezo a desvestirme en la sala de estar por el mero hecho de que puedo hacerlo. Otro pequeño lujo. Me desabrocho los botones de los vaqueros y los dejo deslizarse por mis piernas. Me los quito de una patada y permito que caigan de manera desordenada al suelo. Me siento un poco rebelde, aunque, sobre todo, agotado. Pero, después de pensarlo bien, recojo los pantalones, la camisa, los calcetines y los calzoncillos del suelo y los traslado a mi dormitorio, donde los dejo caer de nuevo. Necesito una ducha.
El grifo del único baño que hay se atasca casi siempre que quiero ducharme. El agua tarda al menos un minuto en recorrer las tuberías. Nuestro casero lo ha «arreglado» dos veces, pero nunca dura. Incluso Pau ha intentado arreglarlo varias veces, pero las reparaciones no son lo suyo en absoluto. Me río cada vez que me acuerdo de haberla visto toda empapada y de lo furiosa que se puso cuando el agua empezó a salir despedida. El grifo de metal salió disparado hasta el otro lado del baño e hizo un pequeño agujero en la pared de yeso. Unas semanas después, volvió a romperse cuando fue a ducharse y acabó arrancándolo de la pared. El resultado fue que un chorro de agua helada le salpicó toda la cara. Comenzó a gritar como una posesa y salió corriendo del baño hecha una furia.
Como ya estoy acostumbrado, lo abro, me aparto y espero a que el agua recorra las tuberías. Oigo cómo avanza por ellas mientras hago un pis rápido. Me pongo a pensar en lo acontecido durante el día, en lo deprisa que se me han pasado las clases y en cuánto me ha sorprendido ver a Dakota y a Maggy en Grind. Todavía se me hace raro ver a Dakota, especialmente con Aiden, y ojalá hubiese tenido algo de tiempo para prepararme para la situación.
Hacía semanas que no hablaba con ella, y me ha resultado difícil concentrarme teniendo en cuenta la poca cantidad de ropa que llevaba puesta. Creo que la cosa ha ido bastante bien. No he dicho nada demasiado embarazoso. No he derramado el café ni se me han trabado las palabras. Me pregunto si ella se habrá sentido incómoda y si estaba forzando una conversación conmigo o si habrá notado la tensión por mi parte. No me llama mucho, de hecho, no me llama nada, así que no sé cómo se siente ni en qué punto estamos. Nunca ha sido muy abierta en lo que a sus sentimientos se refiere, pero sé que es la clase de chica que guarda rencor de por vida. No tiene ningún motivo para tener sentimientos negativos hacia mí, pero no puedo evitar pensarlo. Se me hace un poco raro que hayamos pasado de hablar a diario a no hacerlo en absoluto.
Después de que me llamara para cortar nuestra relación, intenté mantener a flote nuestra amistad, con poca ayuda por su parte. A veces la echo de menos. Joder, la echo muchísimo de menos. Me había acostumbrado a no verla cuando me trasladé de Michigan a Washington, pero seguíamos hablando todos los días y yo iba a verla siempre que podía, incluso en plena época de exámenes en la facultad. Cuando se mudó a Nueva York, empezó a distanciarse. Yo intuía que algo no iba bien, pero esperaba que las cosas mejorasen. No obstante, cada vez que hablábamos por teléfono la notaba más y más lejos de mí. En ocasiones me quedaba ahí plantado mirando el teléfono, esperando que volviera a llamar para preguntarme cómo me había ido a mí el día. Esperaba que fuese algo transitorio mientras se adaptaba a su nueva vida. Creía que tal vez fuera sólo una fase. Quería que disfrutara completamente de su nueva vida y que hiciera amigos nuevos. No deseaba privarla de nada. Sólo quería formar parte de su vida como siempre. Deseaba que se lanzara de pleno a la escuela de ballet; sabía lo importante que era eso para ella. No quería ser una distracción. Intenté apoyarla todo lo posible, incluso cuando comenzó a expulsarme de su vida.
Fui un novio comprensivo cuando su agenda estaba cada vez más y más apretada. Siempre había interpretado bien mi papel de novio comprensivo, incluso de niños. Me siento cómodo en ese papel, el del chico simpático. Me mostré paciente y comprensivo. La noche que llamó para darme todas sus razones por las que nuestra relación no funcionaba, asentí al otro lado de la línea y le dije que no pasaba nada, que lo entendía. No lo entendía, pero sabía que no iba a cambiar de idea por mucho que yo quisiera luchar por ella. No quería convertirme en eso. No quería convertirme en una carga contra la que ella tuviera que luchar. Dakota se había pasado la vida luchando, y yo había conseguido ser una de las pocas fuerzas positivas para ella y quería que continuara siendo así. Me sentía frustrado y, en cierto modo, sigo estándolo. Lo cierto es que no entendía por qué no podía pasar ni un ratito conmigo cuando todas sus actualizaciones de estado de Facebook eran fotos de ella en distintos restaurantes y discotecas con sus amigos. Añoraba que me contara cómo le había ido el día. Quería escuchar cómo alardeaba sobre lo bien que le había salido todo en clase. Echaba de menos oírle decir las ganas que tenía de que llegara la fecha de la siguiente audición.
Ella había sido siempre la primera persona a la que yo llamaba para explicarle cualquier cosa. Eso empezó a cambiar cuando conocí a Pau y comencé a tener una relación más cercana con mi hermanastro Pedro, pero aun así la echaba de menos. No sé mucho sobre relaciones, pero sabía que lo que nos estaba pasando no era normal.
De repente me doy cuenta de que el baño se está llenando de vapor mientras yo sigo aquí plantado, mirándome al espejo y reviviendo el fracaso de mi única relación. Por fin, me meto en la pequeña bañera. El agua está hirviendo y me escalda la piel. Salgo de un brinco y ajusto la temperatura. Conecto mi teléfono al iDock y reproduzco mi podcast de deportes favorito antes de volver a meterme bajo el agua. Los locutores discuten sobre la innecesaria política que rodea al hockey con voces graves y acaloradas. Trato de prestar atención a sus quejas, pero el sonido no para de entrecortarse, así que alargo la mano y lo apago. El teléfono se cae de la base a la pila. Alargo la mano y lo saco antes de que mi suerte ataque de nuevo y un elfo doméstico abra el grifo. Tener un elfo doméstico, preferiblemente a Dobby o a su clon, sería genial. Harry Potter es un niño afortunado. El baño es demasiado pequeño para otro cuerpo, elfo o no. Es minúsculo, por no decir microscópico.
Sólo tiene un lavabo bajo con un grifo torcido instalado al lado de un pequeño retrete en el que apenas quepo. Quien fuera que diseñase este apartamento no lo hizo pensando en un tío de un metro ochenta. A menos que a ese tío le guste doblar las rodillas para meter la cabeza debajo de la alcachofa de la bañera.
El agua caliente me relaja la espalda mientras yo sigo torturándome y pensando en Dakota. No logro quitármela de la cabeza. Hoy estaba tan guapa y tan sexi con esos shorts y ese sujetador deportivo... ¿Habrá notado mis cambios físicos desde la última vez que nos vimos? ¿Se habrá dado cuenta de que tengo los brazos más fuertes y de que por fin se marcan en mi estómago las líneas de los músculos que tanto me he esforzado por definir?
Cuando era pequeño era el típico niño gordito. Mi corpulenta constitución era siempre el hazmerreír de los pasillos del instituto. Me llamaban Landon el Gordo y no paraban de burlarse de mí.
Puede que ahora suene estúpido e infantil, pero en su día me angustiaba muchísimo cuando aquellos idiotas me acosaban repitiéndolo sin parar. Ésa fue sólo una de las muchas llamas del infierno que viví en el instituto y no era nada en comparación con lo que pasó con Carter, pero no voy a entrar en eso esta noche.
Cuanto más intento evocar nuestro encuentro en Grind, más recuerdos torturadores me vienen a la cabeza. Dakota era una persona difícil de descifrar. Nunca lograba saber en qué estaba pensando. Incluso de más pequeños, siempre tuvo sus secretos. En su momento, eso me atraía de ella, pues la veía misteriosa y emocionante. Sin embargo, ahora que somos más mayores y que ha roto conmigo con pocas explicaciones, no me hace tanta gracia. Me quedo mirando las baldosas verde alga de la pared y pienso en todas las cosas que debería haber dicho y hecho durante esos cinco minutos. Es un círculo vicioso: repaso lo que podría haber dicho y, después, afirmo que no pasa nada, y entonces vuelve a entrarme el pánico. Me quedo mirando la pared y recuerdo haberla tenido delante de mí esa mañana. Ojalá hubiera podido leer las páginas que se esconden tras sus ojos almendrados o haber descubierto algunas palabras ocultas bajo sus labios carnosos. Esos labios... Los labios de Dakota son algo de otro mundo. Son grandes, carnosos, y tienen un perfecto tono rosa suave. Su color rosado siempre me ha vuelto loco, y ha conseguido dominar el arte de usarlos perfectamente. Teníamos sólo dieciséis años cuando nos enrollamos por primera vez. Cumplíamos dos meses juntos y ella acababa de adoptar un cachorro para mí. Yo sabía que mi madre no me iba a dejar tenerlo, y supongo que ella también, pero intentamos esconderlo en mi armario. Dakota hacía con frecuencia cosas que sabía que no debía hacer, pero siempre con buena intención.
Alimentamos a la pequeña bola de pelo gris con el mejor pienso de la tienda de animales que había en nuestra calle. No ladraba mucho y, cuando lo hacía, yo fingía toser para ocultar el sonido. Funcionó durante un tiempo, pero crecía demasiado rápido para mi pequeño dormitorio.
Tras dos meses de cautividad, tuve que decirle a mi madre lo del perro. No se enfadó ni la mitad de lo que había imaginado, pero me explicó lo caro que era mantener un cachorro y, cuando comparé eso con la mísera paga que recibía trabajando esporádicamente en el centro de lavado de coches, vi que no me salían las cuentas. Ni añadiendo las propinas me daba para cubrir los gastos veterinarios. Después de unas cuantas lágrimas y protestas, Dakota por fin entró en razón. Para aliviar el dolor, nos vimos todas las películas de El señor de los anillos del tirón en plan maratón. Bebimos frappuccinos de Starbucks como posesos y nos quejamos de que hubiera que pagar cinco dólares por una taza. Comimos regaliz rojo y mantequilla de cacahuete hasta que nos dolió el estómago y yo dibujé círculos en sus mejillas con las puntas de mis dedos, como a ella le gustaba, hasta que se quedó dormida en mi regazo. Me desperté con su cálida boca y sus labios alrededor de mi polla.
Estaba sorprendido, medio dormido y del todo excitado al ver cómo me tomaba con sus labios hasta su garganta caliente. Me dijo que llevaba un tiempo queriendo hacerlo pero que le daba vergüenza. Me la chupó con gran maestría e hizo que me corriese a una velocidad embarazosa. Fue entonces cuando descubrió que le gustaba mucho complacerme de ese modo, y empezó a hacerlo casi cada vez que nos veíamos. A mí también me gustaba, claro. Joder, ¿a quién quiero engañar? Me encantaba. No entendía cómo podía haber pensado en algún momento que machacármela era una manera gozosa de llegar al orgasmo. No era nada comparado con su boca y, más tarde, su sexo húmedo y suave. Pasamos del sexo oral al coito bastante rápido. A ninguno de los dos nos parecía nunca suficiente.
Jamás tuve que volver a masturbarme hasta que me trasladé a Washington. Echaba de menos todo lo relacionado con ella, incluida la intimidad que compartíamos. Supongo que masturbarse no estaba tan mal, al fin y al cabo. Me miro la polla, que pende flácida mientras el agua caliente se desliza por ella. Me agarro la base con una mano y tiento la cabeza con la punta del pulgar del mismo modo en que Dakota lo hacía con la lengua. Con los ojos cerrados y el agua caliente cayendo sobre mí, casi logro convencerme de que no es mi propia mano la que me acaricia. En mi cabeza, Dakota está arrodillada frente a mi vieja cama de Washington. Antes, su pelo rizado era más claro, y su cuerpo empezaba a tonificarse de tanto bailar. Estaba muy buena. Siempre lo ha estado, aunque conforme íbamos creciendo se iba poniendo cada vez más y más sexi. Su boca se mueve ahora más rápido; entre eso y sus gemidos, que reproduzco en mi cabeza, casi estoy a punto. Comienzo a sentir un cosquilleo que asciende desde los dedos de los pies hasta mi columna.
Me inclino hacia atrás contra la fría pared de la bañera y uno de mis pies resbala y pierdo el equilibrio. Dejo escapar una serie de palabras que no uso muy a menudo y me agarro a la cortina de cuadros con fuerza. Clic, clic, clic. Las anillas de plástico se rompen y la maldita cortina cede y cae, y yo con ella. Grito otra vez y me golpeo la rodilla contra el borde de la minúscula bañera mientras me caigo hacia atrás y me golpeo con fuerza contra la porcelana. El agua caliente se desliza sobre mi cara.
—¡Mierda! —exclamo. Se me está hinchando la rodilla y mis brazos parecen de gelatina cuando me agarro al borde de la bañera e intento levantarme. La puerta se abre entonces. Sorprendido, me suelto y me golpeo la cabeza contra el suelo. Antes de que me dé tiempo a cubrirme, veo a Pau meneando las manos como un hipogrifo.
—¡¿Estás bien?! —grita. Recorre con la mirada mi cuerpo desnudo y luego se tapa los ojos. —¡Dios mío! ¡Lo siento!
—¡¿Qué diablos pasa?! —grita Sophia al entrar. Genial, ella también está aquí. Alargo la mano para coger la cortina y me cubro con ella. ¿Pueden ir a peor las cosas? Miro a las dos chicas y asiento mientras trato de recobrar el aliento. Estoy rojo como un tomate y preferiría hundirme en un montón de mierda de perro a estar aquí acurrucado en la bañera, desnudo, y con una pierna colgando por el borde. Apoyo la mano libre en el suelo húmedo e intento incorporarme. Sophia se abre paso por delante de Pau y me coge del brazo para ayudarme.
«Me quiero morir.» Se coloca rápidamente el pelo castaño detrás de las orejas y emplea las dos manos para tirar de mí. «Por favor, que alguien me mate.» Trato de aferrarme a la cortina que cubre mis partes, pero se cae justo cuando me levanto. «¿Hay alguien ahí? Si no me matas, al menos haz que desaparezca. Te lo suplico.» Los ojos marrones de Sophia tienen un ligero tono verdoso en el que nunca había reparado antes. O a lo mejor no es verdad y sólo estoy alucinando después de la caída. Aparto la mirada de ella, pero sigo sintiendo la suya sobre mí. Trato de centrarme en sus zapatos. Son marrones y puntiagudos, y me recuerdan a los que siempre lleva Pedro.
—¿Puedes mantenerte en pie? —Sophia enarca una ceja, y yo asiento. ¿Es posible sentir más vergüenza? Creo que no. Es humanamente imposible. Hace treinta segundos, me estaba masturbando en la ducha y, ahora, estoy desnudo y avergonzado.
Toda esta escena resultaría divertida si le estuviera pasando a otra persona. Sophia sigue mirándome, y entonces caigo en la cuenta de que no he contestado.
—Sí, sí. Estoy bien. —Sueno aún más pequeño de lo que me siento.
—No te avergüences —dice tan tranquila. Niego con la cabeza.
—No lo hago —miento, y bajo la barbilla y fuerzo una carcajada.
La peor manera de hacer que alguien se sienta menos avergonzado es decirle que no se sienta avergonzado. Pau me mira con preocupación y está a punto de decir algo cuando un fuerte pitido atraviesa el aire y hace que dé un respingo. ¿Pueden empeorar aún más las cosas?
—¡Se quema el chocolate! —chilla Pau. Entonces desaparece del baño y la estancia parece aún más compacta que de costumbre. El espejo está empañado, todo está cubierto de humedad, y Sophia sigue aquí. Sonríe y me toca el centro del estómago con el dedo, justo por encima del ombligo, con sus largas uñas negras. Me gusta el aspecto que tienen al tocarme. Dakota nunca se dejaba las uñas largas por la danza. Se quejaba a menudo de ello, pero prefería bailar a hacerse la manicura, así que no le quedaba más remedio que conformarse con llevar unas uñas naturales.
—No deberías. —El cumplido parece un ronroneo, y mi cuerpo responde. Sophia sigue trazando una lenta línea descendente por mi vientre, y estoy algo confundido, pero no quiero que pare. Sus dedos se deslizan por la parte inferior de mi estómago, justo por encima de donde la cortina me cubre lo suficiente como para que no se me vea la polla. Intento entender por qué me está tocando así al tiempo que me esfuerzo por evitar que no se me empine. No la conozco muy bien, pero sé que es mucho más osada que la mayoría de las chicas de mi edad que he conocido. No tiene ningún problema en soltar un montón de tacos en dirección al televisor durante la emisión de «MasterChef», y está claro que tampoco tiene ningún problema en tocar mi cuerpo empapado y desnudo. El oscuro vello que desciende desde mi ombligo hasta mi pubis parece estar entreteniéndola, ya que lo acaricia como si lo peinara con la punta del dedo índice. «¿Ha dicho algo?» Ahh, sí. Lo ha hecho. «No deberías.» ¿Cuándo ha dejado de pitar el detector de humos? «¿Qué quiere decir con eso de que no debería avergonzarme?» Me he pegado un batacazo mientras me la estaba meneando y me han sorprendido desnudo en el suelo de la bañera. Claro que me avergüenzo. Y , de esa manera, el hechizo de lo que sea que está haciendo se debilita, y el pudor vuelve a apoderarse de mí. La miro a ella y al reflejo de su pelo oscuro en el espejo empañado.
—Gracias —respondo con un hilo de voz. Me aclaro la garganta y continúo—: Me he dado un buen golpe. —Me río y empiezo a encontrarle el punto cómico a lo que acaba de suceder. Su mirada es cálida y sus dedos siguen tocándome de manera lenta y tentadora. No me resulta incómodo, pero no sé qué decir ni qué hacer. Sin darme tiempo a decidir, se aparta con una sonrisa.
Desvío la mirada de ella con las mejillas sonrojadas y paso la mano por el espejo. Sophia permanece quieta, con la espalda contra el toallero. Observo mi reflejo y hago una mueca de dolor al tocarme un corte pequeño pero profundo justo encima del ojo. Un hilillo de sangre desciende por mi frente. Alargo la mano por detrás de Sophia, cojo una toalla de mano y me doy unos toquecitos sobre la piel desgarrada mientras me prometo no volver a intentar masturbarme en una bañera minúscula a menos que lleve puesta una armadura. Aplico toda la presión que puedo soportar para cortar la hemorragia. Sophia sigue en el cuarto de baño; ¿debería entablar conversación con ella o algo? No sé qué pensar sobre sus caricias. No sé cuál es el protocolo que hay que seguir en estos casos. ¿Es lo que suele hacer la gente joven y soltera? Sólo he tenido una novia en mi vida, así que no puedo fingir saber algo sobre este tipo de cosas. No puedo fingir saber lo que está pensando esta chica o lo que quiere. No sé nada acerca de ella. La conocí cuando aún estaba en Washington, cuando su familia se mudó cerca de la casa de mi madre y de Ken. Sé que es unos pocos años mayor que yo y que le gusta que sus amigos la llamen por su segundo nombre, Nora. Yo siempre me equivoco, y Pau me corrige con el ceño fruncido. Sé que siempre huele a azúcar y a caramelo. Sé que viene mucho porque no le gustan sus compañeras de piso. Sé que le hace compañía a Pau cuando yo no puedo hacerlo y que, de alguna manera, se han hecho amigas durante los últimos meses. Y eso es casi todo.
Así listado parece mucho, pero no son más que cosas banales. Ah, sí, acaba de graduarse en el Instituto Culinario de América, trabaja en el mismo restaurante que Pau y, aunque nos presentaron hace tiempo, quiero conocerla un poco más... Y ahora puedo añadir que le gusta tocar estómagos desnudos y húmedos. Aparto la mirada del espejo y vuelvo a fijarla en ella.
—¿Sigues aquí para asegurarte de que no tengo una conmoción cerebral? —pregunto. Asiente y me ofrece una amplia sonrisa.
Entorna los párpados y sus labios parecen tremendamente carnosos, en especial ahora que se los está lamiendo con la lengua. La combinación de sus labios húmedos con esos ojos resulta letal. Y ella lo sabe. Yo lo sé. Obama lo sabe. Es la clase de mujer que se te comería entero para después escupirte, y tú disfrutarías de cada instante. Golpetea con el dedo índice su labio inferior y yo sigo callado. No puede estar tirándome la caña. Me siento confundido. No me estoy quejando, es sólo que no entiendo nada.
—Agradezco tu preocupación —digo con un guiño. «¿De verdad acabo de guiñarle el ojo?» Aparto la mirada rápidamente, horrorizado de que mi estúpido cerebro me haya hecho hacer eso. ¿Guiñar un ojo? Yo no soy esa clase de tío, y estoy convencido de que doy bastante miedo. Nora me mira a los ojos y entreabre los labios. Da un paso hacia mí reduciendo el ya de por sí pequeño espacio que nos separa. Mi cuerpo reacciona, me aparto hacia atrás y apoyo las lumbares contra el lavabo.
—Qué mono eres —dice con suavidad, y sus ojos vagan por mi pecho una vez más. La palabra mono me escuece un poco viniendo de alguien que rezuma atractivo sexual. Es auténtico deseo, desde la curva de sus labios hasta la curva de sus caderas. Yo siempre he sido el «mono», el simpático. Ninguna mujer ha fantaseado nunca conmigo ni se ha referido a mí como sexi. Ella eleva entonces la mano hacia mi rostro y me encojo un poco, preguntándome si va a darme una bofetada por habérmela imaginado desnuda más de una vez. Pero no lo hace, probablemente porque no me lee la mente a pesar de lo expuesto que me siento. Levanta el dedo hasta la punta de mi nariz y me da unos toquecitos. Cierro los ojos sorprendido y, cuando los abro, ya se está dando la vuelta.
Sin mediar palabra, sale del cuarto de baño hacia el pasillo. Me froto la cara con la mano para intentar borrar los últimos cinco minutos..., aunque es posible que deje los últimos dos. Cuando oigo que Pau le pregunta si estoy bien, echo la cabeza hacia atrás, respiro hondo y cierro la puerta con pestillo. La cortina de la ducha está destrozada, y el minúsculo cuarto de baño parece haber sufrido el paso de un tornado. Las anillas de plástico están desperdigadas por el suelo, las botellas de champú y el gel de Pau están por todas partes. No puedo evitar echarme a reír mientras lo limpio todo.
Estas cosas sólo me pasan a mí. La ropa que había traído al baño está mojada, la camiseta tiene una enorme mancha de agua en la espalda, pero los shorts se pueden llevar. Me los pongo y cojo la ropa húmeda para llevarla a mi dormitorio. Mi oscuro pelo ya se está secando, sólo siguen mojadas las raíces. Me paso el cepillo morado de Pau por el cuero cabelludo y lo uso para peinarme el poco vello facial que me he dejado crecer últimamente. Su espray acondicionador es algo aceitoso, pero huele bien, y a mí siempre se me olvida comprarme el mío propio.
Encuentro una tirita en el armario del baño y me la pongo sobre el corte. Como es de esperar, no es una tirita normal. Pau compró tiritas de Frozen. ¡Yupi! Mi mala suerte continúa. Cuando salgo al pasillo, Nora se ríe con la misma intensidad que tiene el silencio de Pau . Ella no se ha reído ni una sola vez desde que llegó aquí. Eso me preocupa, pero con el tiempo he aprendido que necesita superar esta ruptura a su manera, así que no la presiono. No es mucho de aceptar consejos, y menos en lo que respecta a Pedro. Y , de alguna manera, pensar en él me recuerda que mañana tengo turno.
¡Mierda! Lo que significa que tengo que levantarme pronto para ir a correr, así que echo la ropa al cesto de la ropa sucia y me dirijo a la cocina a por un poco de agua y para darles las buenas noches a las chicas. En fin, para intentar restablecer la normalidad. Un momento cotidiano para terminar la noche como es debido. Pau está sentada en el sofá con los pies apoyados sobre un cojín, y Nora está tumbada sobre la alfombra con un cojín bajo la cabeza y enrollada en mi manta amarilla y granate de la casa Gryffindor como si fuera un burrito. Miro hacia el televisor y veo que están viendo «Guerra de cupcakes», como de costumbre. Estas chicas sólo ven los programas de cocina de Food Network y los dramas adolescentes de Freeform. He de admitir que a mí también me gustan algunos de ellos. El de los cazadores de demonios adolescentes es mi favorito. Ése y el de la familia de acogida.
—¿Necesitáis algo de la cocina? —pregunto mientras paso por encima de los pies cubiertos con calcetines que asoman por debajo de la manta.
—Agua, por favor. —Pau se incorpora y pausa el programa.
Una mujer con el pelo negro y rizado se queda congelada en la pantalla con la boca abierta del todo y las manos en el aire. Está estresada porque se le han quemado los muffins o algo así.
Una mujer con el pelo negro y rizado se queda congelada en la pantalla con la boca abierta del todo y las manos en el aire. Está estresada porque se le han quemado los muffins o algo así.
—¿Tienes algo que no sea agua? —pregunta Nora.
—Esto no es un supermercado —bromea Pau. Nora coge el cojín que tiene debajo de la cabeza y se lo tira. Y Pau sonríe. Casi se ríe, pero entonces se da cuenta y se detiene. Qué pena. Tiene una risa fantástica. Creo que no hay nada más en la nevera, aparte de Gatorade, pero levanto un dedo y voy a comprobarlo. Dentro del frigorífico veo filas de botellas perfectamente alineadas. Sí, Pau ordena hasta la nevera, y resulta que tenemos mucho que ofrecerle a un alma sedienta de algo que no sea agua.
—¡Gatorade, té helado edulcorado, zumo de naranja...! —grito. Doy un respingo cuando oigo la voz de Sophia justo detrás de mí.
—¡Puaj! Odio el Gatorade, menos el azul —dice como si se sintiera personalmente ofendida por mi bebida favorita.
—¿Puaj? ¿Cómo dices eso, Sophia? —La miro con incredulidad y apoyo un brazo en la puerta abierta de la nevera.
—Pues diciéndolo. —Sonríe y se apoya en la encimera de la cocina—. Y deja de llamarme Sophia. Como tenga que volver a repetírtelo, empezaré a llamarte George Strait cada vez que te vea.
—¿George Strait? —Me echo a reír con ganas—. De todos los nombres que podrías haber dicho, ése ha sido..., bueno, no sé, aleatorio.
Ella se echa a reír también. Es una risa suave acompañada de unos ojos vivos. Le queda bien. Nora, no Sophia, se encoge de hombros.
—George es mi hombre de referencia.
Escribo una nota mental para acordarme de buscar qué aspecto tiene George Strait. Me suena haberlo visto antes, pero no he oído nada de música country desde que era pequeño. Nora tiene ahora el pelo recogido en una cola de caballo. Sus largos rizos caen sobre un hombro y lleva una camiseta sin mangas que deja al descubierto el estómago y unas mallas piratas ajustadas. Para ser sincero, antes estaba demasiado concentrado en mi propia piel desnuda como para fijarme en la suya. ¿Está tonteando conmigo? No estoy seguro.
Dakota siempre me chinchaba con el hecho de que fuese totalmente ajeno a las insinuaciones de las mujeres. A mí me gusta pensar que soy inocente en lugar de que no tengo experiencia. Si fuera consciente de todas esas posibles insinuaciones, es probable que acabara convirtiéndome en uno de esos tíos que están obsesionados con cómo los ven las mujeres. Me cuestionaría todo lo que digo o hago. Quizá incluso me convirtiera en uno de esos tipos que se engominan el pelo y se lo dejan de punta, como el del programa de «Diners, Drive-ins and Dives» que estaban viendo éstas anoche. No quiero esconder mis libros de ciencia ficción ni fingir que no puedo recitar los diálogos de todas las películas de Harry Potter de principio a fin. No quiero intentar hacerme el guay. Estoy seguro de que nunca lo seré. Nunca lo he sido, y no me importa. Además, preferiría no tener que competir con los millones de hombres perfectos que hay ahí fuera, que mis libros sigan en mis estanterías y tener la suerte de encontrar a una mujer a la que también le gusten. No hay ningún Gatorade azul, así que intento tentarla con mi preferido, el rojo.
—Eres tan callado —dice Nora cuando le paso la botella. La examina, enarca una ceja y sacude la cabeza.
Yo no digo nada.
Yo no digo nada.
—Supongo que es mejor que beber agua. —Su tono es suave y nada exigente, a pesar de que tiene un grave problema de fobia al Gatorade.
De repente me pongo a pensar en qué otras opiniones tendrá. ¿Hay alguna otra bebida repleta de azúcar a la que tenga algún rencor innecesario? Me sorprendo deseando saberlo. Mientras preparo por adelantado mi defensa de todas las bebidas que a mí me encantan y que es posible que ella deteste, hace girar el tapón de la botella roja y bebe un trago. Al cabo de un momento, dice:
De repente me pongo a pensar en qué otras opiniones tendrá. ¿Hay alguna otra bebida repleta de azúcar a la que tenga algún rencor innecesario? Me sorprendo deseando saberlo. Mientras preparo por adelantado mi defensa de todas las bebidas que a mí me encantan y que es posible que ella deteste, hace girar el tapón de la botella roja y bebe un trago. Al cabo de un momento, dice:
—No está mal.
Se encoge de hombros y bebe otro trago mientras se vuelve para marcharse. Es rara. No rara en el sentido de que vive en el sótano de su madre y colecciona muñecos de peluche, sino en el de que no soy capaz de descifrar su personalidad, y definitivamente no sé qué se esconde detrás de esas incómodas pausas y esas caricias sin venir a cuento.
Por lo general soy bueno calando a la gente. Pero, en lugar de descifrar el código del romance, cojo mi agua de la nevera y me voy a mi cuarto a terminar mi ensayo y a dormir.