Cuando termina mi turno, ficho la salida y cojo un par de vasos para llevar del mostrador y preparo las bebidas que me llevo siempre cuando acabo: dos macchiatos, uno para mí y otro para Pau. Sin embargo, no son macchiatos corrientes: les añado tres dosis de avellana y un chorrito de sirope de plátano. Aunque suena asqueroso, está riquísimo. Lo hice por error un día al confundir las botellas de sirope de vainilla y de plátano, pero el mejunje ha acabado convirtiéndose en mi bebida favorita. Y en la de Pau. Y , ahora, también en la de Posey. Para mantener nuestros cuerpos jóvenes e universitarios debidamente nutridos, yo soy el encargado de los refrigerios, y Pau es quien provee la cena la mayoría de las noches con las sobras del Lookout, el restaurante en el que trabaja.
A veces, la comida sigue estando caliente pero, incluso si no lo está, todo allí es tan bueno que continúa siendo comestible horas después. Ambos podemos permitirnos un buen café y comida gourmet a pesar de nuestro presupuesto de estudiantes, así que no nos lo hemos montado nada mal. Pau tiene el último turno esta noche, por lo que me tomo con calma el cierre de la cafetería. No es que no pueda estar en casa sin ella, pero no tengo ningún motivo para correr, y así no pensaré demasiado en Dakota y en esa serpiente. En ocasiones, disfruto del silencio de una casa vacía, pero nunca antes había vivido solo, y a menudo el zumbido de la nevera o los ruidos de las tuberías que cruzan el apartamento hacen que me vuelva loco. De repente me descubro esperando percibir el sonido de un partido de fútbol procedente del despacho de mi padrastro, o el olor a sirope de arce que emana algo que está horneando mi madre en la cocina. Ya he acabado las tareas de la universidad de esta semana. Las primeras semanas de mi segundo año están siendo por completo diferentes de las del primero. Me alegro de haber terminado con las tediosas clases obligatorias del primer curso y poder empezar la rama de formación docente; por fin siento que me estoy acercando a mi carrera como profesor de primaria.
He leído dos libros este mes, he visto todas las películas buenas que hay en el cine, y Pau mantiene la casa siempre tan limpia que no me deja ninguna tarea que hacer. Básicamente, no tengo nada útil en lo que invertir el tiempo y no he hecho ningún amigo, sólo tengo a Pau y a un par de compañeros de Grind con los que no me imagino quedando fuera de la cafetería. Puede que Posey sea una excepción. Timothy, un chico de mi clase de Estudios Sociales, es estupendo. Llevaba puesta una camiseta de los Thunderbirds el segundo día del semestre y estuvimos hablando sobre el equipo de hockey de mi ciudad natal. Los deportes y las novelas de fantasía son mi mejor recurso a la hora de socializar con extraños, algo que no se me da demasiado bien en general. Mi vida es bastante simple.
Cojo el metro en la estación que está al otro lado del puente del campus, vuelvo a Brooklyn, voy andando al trabajo y luego también regreso andando. Se ha convertido en un patrón, un ciclo repetitivo y sin incidentes. Pau dice que estoy de bajón, que tengo que hacer nuevos amigos y divertirme un poco. Me dan ganas de decirle que siga su propio consejo, pero sé que es más fácil ver los problemas del prójimo que los tuyos propios. A pesar de lo que
piensan mi madre y Pau respecto a mi falta de vida social, yo me lo paso bien. Me gusta mi trabajo, y me gustan mis clases de este semestre. Me gusta vivir en una parte bastante chula de Brooklyn y me gusta mi nueva facultad. Sí, podría ser mejor, lo sé, pero me gusta mi vida; es sencilla y fácil, sin complicaciones y sin obligaciones más allá de las de ser un buen hijo y un buen amigo.
piensan mi madre y Pau respecto a mi falta de vida social, yo me lo paso bien. Me gusta mi trabajo, y me gustan mis clases de este semestre. Me gusta vivir en una parte bastante chula de Brooklyn y me gusta mi nueva facultad. Sí, podría ser mejor, lo sé, pero me gusta mi vida; es sencilla y fácil, sin complicaciones y sin obligaciones más allá de las de ser un buen hijo y un buen amigo.
Miro el reloj de la pared y hago una mueca de fastidio al ver que ni siquiera son las diez todavía. Antes he dejado las puertas abiertas más tiempo de lo normal por un grupo de mujeres que estaban entretenidas hablando de divorcios y de bebés. No paraban de decir «Vaya» y «Qué fuerte», así que he decidido dejarlas tranquilas hasta que se solucionasen la vida las unas a las otras y estuviesen listas para marcharse.
A las nueve y cuarto, se han ido y han dejado la mesa llena de servilletas, cafés fríos a medio beber y pasteles a medio comer. No me ha importado ver el desorden porque eso me mantendría ocupado unos minutos más. He tardado mucho rato en preparar el cierre y he colocado meticulosamente los montones de servilletas en los dispensadores de metal. He barrido el suelo recogiendo los envoltorios de las pajitas de uno en uno y me he dirigido lo más despacio que he podido a llenar los contenedores de hielo y los cilindros de café molido.
Esta noche, el tiempo no está de mi parte; estoy empezando a plantearme nuestra relación. Así es, el tiempo pocas veces actúa en mi favor, pero esta noche me está fastidiando más que de costumbre. Cada minuto que pasa son sesenta segundos de burlas. La manecilla del reloj sigue haciendo tictac lentamente, pero esos tictacs no parecen acumularse. Me da la sensación de que el tiempo no avanza para nada. Empiezo a jugar a contener la respiración durante treinta segundos en un intento pueril de que transcurra el rato. Al cabo de unos minutos, me aburro y me dirijo a la parte de atrás del local con el cajón de la caja registradora y cuento el dinero del día. En la cafetería hay un silencio absoluto, excepto por el zumbido de la máquina de hielos del cuarto trasero. Por fin, son las diez y ya no puedo retrasarlo más. Antes de marcharme, echo un último vistazo a mi alrededor. Estoy seguro de que no se me ha pasado nada por alto y de que ningún grano de café está fuera de sitio. No suelo cerrar solo. Unos días cierro con Aiden y otros con Posey.
Esta noche, el tiempo no está de mi parte; estoy empezando a plantearme nuestra relación. Así es, el tiempo pocas veces actúa en mi favor, pero esta noche me está fastidiando más que de costumbre. Cada minuto que pasa son sesenta segundos de burlas. La manecilla del reloj sigue haciendo tictac lentamente, pero esos tictacs no parecen acumularse. Me da la sensación de que el tiempo no avanza para nada. Empiezo a jugar a contener la respiración durante treinta segundos en un intento pueril de que transcurra el rato. Al cabo de unos minutos, me aburro y me dirijo a la parte de atrás del local con el cajón de la caja registradora y cuento el dinero del día. En la cafetería hay un silencio absoluto, excepto por el zumbido de la máquina de hielos del cuarto trasero. Por fin, son las diez y ya no puedo retrasarlo más. Antes de marcharme, echo un último vistazo a mi alrededor. Estoy seguro de que no se me ha pasado nada por alto y de que ningún grano de café está fuera de sitio. No suelo cerrar solo. Unos días cierro con Aiden y otros con Posey.
Ella se ha ofrecido a quedarse conmigo, pero antes la había oído comentar que no conseguía encontrar una canguro para su hermana. Posey es callada y no habla mucho conmigo sobre su vida, pero, por lo que he podido ir deduciendo, la niña parece ser el centro de su universo. Cierro la caja fuerte y activo el sistema de seguridad antes de cerrar la puerta con llave al salir. Es una noche fría, y un ligero frescor procedente del río envuelve Brooklyn. Me gusta estar cerca del agua y, por algún motivo, ésta hace que me sienta apartado de alguna manera del bullicio y las prisas de la ciudad. A pesar de su proximidad, Brooklyn no tiene nada que ver con Manhattan.
Un grupo de cuatro personas, dos chicas y dos chicos, pasan por detrás de mí mientras cierro y salgo a la acera. Me quedo observando cómo las dos parejas se dividen en pares cogiéndose de la mano. El chico más alto lleva una camiseta de los Browns, y me pregunto si ha comprobado las estadísticas de la temporada del equipo. De haberlo hecho, probablemente no iría por ahí luciéndola con tanto orgullo. Los observo mientras los sigo. El hincha de los Browns grita más que el resto y tiene un tono grave y desagradable. Me parece que está borracho. Cruzo la calle para alejarme de ellos y llamo a mi madre para ver cómo está. Y , con eso, me refiero a que le digo que estoy bien y que su único hijo ha sobrevivido a otro día en la gran ciudad. Le pregunto cómo se encuentra, pero, como de costumbre, le resta importancia y se interesa por mí. A mi madre no le preocupó tanto como yo creía la idea de que me viniese a vivir aquí. Quería que yo fuera feliz, y venir a Nueva York para estar con Dakota me hacía feliz. Bueno, o eso se suponía. Mi traslado iba a ser el pegamento que mantendría unida nuestra desgastada relación.
Pensaba que la distancia era la causante de nuestro distanciamiento; no me había dado cuenta de que era libertad lo que ella anhelaba. Y su búsqueda de la misma me pilló desprevenido porque nunca la había atado a mí. Nunca intenté controlarla ni decirle lo que tenía que hacer. No soy de esa clase de personas. Desde el día en que aquella chica vivaz de pelo ondulado se mudó a la casa de al lado, supe que tenía algo especial. Algo especial y auténtico, y yo jamás jamás quise acapararlo. ¿Cómo iba a hacerlo? Y ¿por qué razón?
Fomenté su independencia y la animé a mantener su mordacidad y sus firmes opiniones. Durante los cinco años que estuvimos juntos, valoré profundamente su ímpetu e intenté ofrecerle todo lo que necesitase. Cuando tenía miedo de mudarse de Saginaw, en Michigan, a la Gran Manzana, encontré el modo de que lo superase. Yo mismo he vivido varios traslados; me mudé de Saginaw a Washington justo antes de mi último año de instituto. No paré de repetirle todos los buenos motivos que tenía para querer ir a la Universidad de Nueva York: lo mucho que le gustaba bailar y el gran talento que poseía para ello. No pasaba un solo día sin que le recordase lo buena que era y lo orgullosa que debía estar de sí misma. Ensayaba día y noche, a pesar de las ampollas en los dedos y de los tobillos ensangrentados. Dakota siempre ha sido una de las personas más motivadas que he conocido en mi vida. Sacar unas notas magníficas le resultaba más fácil a ella que a mí, y cuando éramos adolescentes siempre trabajaba en un sitio u otro. Cuando mi madre tenía faena y no podía acercarla, recorría kilómetro y medio en bicicleta para ir a trabajar como cajera en la estación de servicio de una parada de camiones.
Cuando cumplí dieciséis años y me saqué el carnet de conducir, dejó que su padre vendiera su bicicleta para conseguir algo de dinero extra y yo la acompañaba al trabajo de buena gana. Pero, a pesar de todo, supongo que Dakota sentía una gran falta de libertad en su vida familiar. Su padre intentaba mantenerlos prisioneros a ella y a Carter en su casa de cuatro ladrillos. Las planchas que clavó en las ventanas no consiguieron retener a ninguno de sus hijos. En cuanto llegó a Nueva York, Dakota descubrió una nueva vida. Ver cómo su padre se deterioraba hasta no ser más que ira y alcohol no era vivir. Intentar librarse del sentimiento de culpa por la muerte de su hermano no era vivir. Se dio cuenta de que, en realidad, nunca había vivido. Yo empecé a vivir el día en que la conocí, sin embargo para ella no era lo mismo. Por mucho que me doliese nuestra ruptura, no se lo reproché, y sigo sin hacerlo. Pero mentiría si dijera que no me dolió profundamente perderla y ver cómo el futuro juntos que había imaginado se desvanecía.
Creía que vendría a Nueva York para compartir un piso con ella. Había dado por hecho que todas las mañanas me despertaría con nuestras piernas entrelazadas y con la dulce fragancia de su cabello en la cara. Pensaba que crearíamos recuerdos mientras descubríamos juntos la ciudad; que pasearíamos por los parques y fingiríamos entender el arte expuesto en los sofisticados museos. Esperaba tantas cosas cuando empecé a planear mi traslado aquí...
Esperaba que fuera el comienzo de mi futuro, no el fin de mi pasado. A su favor he de decir que ella lo vio venir, fue sincera con sus sentimientos y rompió conmigo antes de que me trasladara. En lugar de intentar fingir durante un tiempo antes de que la bomba estallara en nuestras caras, fue del todo honesta. Aun así, para cuando me dejó, yo ya estaba demasiado mentalizado con que iba a mudarme como para cambiar de idea. Ya había hecho el traslado de expediente y había pagado el depósito de un apartamento. No me arrepiento, y, echando la vista atrás, creo que era lo que necesitaba hacer. No me he enamorado de la ciudad todavía, su encanto aún no me ha hipnotizado por completo, y no creo que me quede después de graduarme, pero de momento me gusta lo suficiente. Me apetecería establecerme en algún sitio tranquilo, con un amplio jardín con mucho sol que lo ilumine todo y me broncee la piel. El hecho de que Pau se mudase aquí conmigo ayuda.
No me alegro de las circunstancias que la llevaron a hacerlo, aunque sí de poder ofrecerle una vía de escape. Paula Chaves fue la primera amiga que hice en la Universidad de Washington Central, y prácticamente acabó siendo la única hasta que me fui. Era la primera y la única amiga que había hecho en Washington, y viceversa. Su primer año allí fue difícil. Se enamoró y le rompieron el corazón. Yo me encontraba en una posición incómoda entre mi hermanastro, con el que intentaba construir una relación, y mi mejor amiga, Pau, cuyas heridas las había provocado el mismo hombre.
No dudé en ofrecerle mi casa a Pau en cuanto me lo pidió, y lo volvería a hacer. No me importaba compartir mi piso con ella, y sabía que eso la ayudaría. Me gusta mi papel de amigo, de chico simpático. He sido el chico simpático toda mi vida, y es algo con lo que me siento cómodo. No necesito ser el centro de atención. De hecho, hace poco me he dado cuenta de que huyo de cualquier situación que pueda convertirme en ello. Lo mío es ser el actor secundario, el amigo y el novio que ofrece apoyo, y no me molesta en absoluto. Cuando todo se vino abajo en Michigan, preferí sufrir solo.
No quería que nadie más sangrase conmigo, y mucho menos Dakota. Su dolor era inevitable, y no había nada que yo pudiera hacer para aliviarlo. Tenía que dejar que se desahogara, y no tuve más remedio que hacerme a un lado y ser testigo de cómo su mundo se desmoronaba por una tragedia que tanto me había esforzado por evitar. Ella era mi venda, y yo su red. Yo la cogí cuando ella estaba cayendo, y el dolor nos unirá hasta el fin de los tiempos, ya sea como amigos o como algo más. No suelo pensar en estas cosas, en estos recuerdos que me obligué a olvidar. Esa lata de gusanos está cerrada. Sellada con Super Glue y enterrada bajo tres metros de cemento.
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